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—¡Ved a vuestro <strong>rey</strong>! —terminó el viejo Infadús señalando hacia Ignosi—<br />
pelear hasta caer por él, es el deber de los bravos; y maldición y vergüenza<br />
caiga para siempre sobre el nombre de aquel que le acobarde la muerte en<br />
defensa de su <strong>rey</strong> o vuelva infame la espalda al enemigo. ¡Ved a vuestro <strong>rey</strong>!<br />
jefes, capitanes y soldados; rendid vuestros homenajes a la sagrada serpiente y<br />
¡a<strong>del</strong>ante! que Incubu y yo os guiaremos por glorioso camino al mismo<br />
corazón <strong>del</strong> ejército de Twala.<br />
Hubo un momento de silencio, de pronto partió de las apretadas falanges<br />
suave rumor, semejante al susurro de lejano oleaje, causado por el tenue<br />
golpear de las astas de seis mil lanzas sobre los escudos de los que las<br />
blandían. Lentamente fue creciendo hasta convertirse en ruido atronador que,<br />
cual el fragor de tempestuoso mar, conmovió la atmósfera y se reflejó en las<br />
distantes montañas; entonces decreciendo gradualmente y como el rugir de<br />
tempestad que pasa, vino a morir dulcemente y, apenas se apagó, llenó el<br />
espacio cual estampido de colosal sonora <strong>del</strong> saludo real.<br />
Bien orgulloso debía sentirse Ignosi en ese instante, pensaba yo, porque<br />
jamás un César fue saludado así por los gladiadores «que van a morir». Ignosi<br />
contestó a este magnífico homenaje, levantando su hacha por encima de la<br />
cabeza, y los Grises desfilaron en columna compuesta de tres líneas, cada una<br />
de mil hombres, sin contar a los oficiales. Cuando la línea de retaguardia hubo<br />
andado quinientas varas, se puso a la cabeza de los Búfalos, ya dispuestos en<br />
igual formación, dio la voz de marcha, y a nuestra vez la emprendimos; por mi<br />
parte, y casi es inútil lo diga, haciendo de corazón mil promesas para que el<br />
Cielo me sacara <strong>del</strong> lance sin deterioro de mi salud ni de mi piel. En muchas y<br />
apuradas circunstancias me he encontrado; pero nunca en una tan<br />
desagradable como la presente, ni en la que mis probabilidades de salvación<br />
fueran tan escasas.<br />
Al llegar al borde de la meseta, los Grises ya estaban a mitad de la<br />
pendiente, que bajaba a la estrecha y cercada llanura; y percibimos gran<br />
agitación en el campo de Twala, situado a nuestro frente, de donde los<br />
regimientos salían a la carrera, unos tras otros, con el fin de cerrar la entrada<br />
de aquella especie de seno e impedirnos desembocar en la planicie de Loo.<br />
Este seno o lengua de tierra, que medía como trescientas varas de<br />
profundidad, no tenía más de cuatrocientos cincuenta pasos de un lado a otro,<br />
en su arranque o parte más ancha, y apenas noventa en su punta, al pie de la<br />
colina. Los Grises, después de descender la ladera, continuaron avanzando en<br />
columna por la indicada punta, y cuando llegaron a terreno más abierto,<br />
desplegaron en su habitual orden de batalla, o sea en tres filas, e hicieron alto.<br />
Entonces nosotros, esto es, los Búfalos, continuando la marcha, cerramos<br />
la distancia que nos separaba de los primeros hasta reducirla a unas cien varas,<br />
y tomamos nuestra posición como reserva sobre un terreno algo más elevado.<br />
Entretanto, pudimos observar a nuestro placer el ejército entero de Twala,<br />
evidentemente reforzado después <strong>del</strong> ataque de la mañana, y que ahora, a<br />
pesar de sus bajas, no contaba menos de cuarenta mil hombres, dirigiéndose