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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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—¡Ved a vuestro <strong>rey</strong>! —terminó el viejo Infadús señalando hacia Ignosi—<br />

pelear hasta caer por él, es el deber de los bravos; y maldición y vergüenza<br />

caiga para siempre sobre el nombre de aquel que le acobarde la muerte en<br />

defensa de su <strong>rey</strong> o vuelva infame la espalda al enemigo. ¡Ved a vuestro <strong>rey</strong>!<br />

jefes, capitanes y soldados; rendid vuestros homenajes a la sagrada serpiente y<br />

¡a<strong>del</strong>ante! que Incubu y yo os guiaremos por glorioso camino al mismo<br />

corazón <strong>del</strong> ejército de Twala.<br />

Hubo un momento de silencio, de pronto partió de las apretadas falanges<br />

suave rumor, semejante al susurro de lejano oleaje, causado por el tenue<br />

golpear de las astas de seis mil lanzas sobre los escudos de los que las<br />

blandían. Lentamente fue creciendo hasta convertirse en ruido atronador que,<br />

cual el fragor de tempestuoso mar, conmovió la atmósfera y se reflejó en las<br />

distantes montañas; entonces decreciendo gradualmente y como el rugir de<br />

tempestad que pasa, vino a morir dulcemente y, apenas se apagó, llenó el<br />

espacio cual estampido de colosal sonora <strong>del</strong> saludo real.<br />

Bien orgulloso debía sentirse Ignosi en ese instante, pensaba yo, porque<br />

jamás un César fue saludado así por los gladiadores «que van a morir». Ignosi<br />

contestó a este magnífico homenaje, levantando su hacha por encima de la<br />

cabeza, y los Grises desfilaron en columna compuesta de tres líneas, cada una<br />

de mil hombres, sin contar a los oficiales. Cuando la línea de retaguardia hubo<br />

andado quinientas varas, se puso a la cabeza de los Búfalos, ya dispuestos en<br />

igual formación, dio la voz de marcha, y a nuestra vez la emprendimos; por mi<br />

parte, y casi es inútil lo diga, haciendo de corazón mil promesas para que el<br />

Cielo me sacara <strong>del</strong> lance sin deterioro de mi salud ni de mi piel. En muchas y<br />

apuradas circunstancias me he encontrado; pero nunca en una tan<br />

desagradable como la presente, ni en la que mis probabilidades de salvación<br />

fueran tan escasas.<br />

Al llegar al borde de la meseta, los Grises ya estaban a mitad de la<br />

pendiente, que bajaba a la estrecha y cercada llanura; y percibimos gran<br />

agitación en el campo de Twala, situado a nuestro frente, de donde los<br />

regimientos salían a la carrera, unos tras otros, con el fin de cerrar la entrada<br />

de aquella especie de seno e impedirnos desembocar en la planicie de Loo.<br />

Este seno o lengua de tierra, que medía como trescientas varas de<br />

profundidad, no tenía más de cuatrocientos cincuenta pasos de un lado a otro,<br />

en su arranque o parte más ancha, y apenas noventa en su punta, al pie de la<br />

colina. Los Grises, después de descender la ladera, continuaron avanzando en<br />

columna por la indicada punta, y cuando llegaron a terreno más abierto,<br />

desplegaron en su habitual orden de batalla, o sea en tres filas, e hicieron alto.<br />

Entonces nosotros, esto es, los Búfalos, continuando la marcha, cerramos<br />

la distancia que nos separaba de los primeros hasta reducirla a unas cien varas,<br />

y tomamos nuestra posición como reserva sobre un terreno algo más elevado.<br />

Entretanto, pudimos observar a nuestro placer el ejército entero de Twala,<br />

evidentemente reforzado después <strong>del</strong> ataque de la mañana, y que ahora, a<br />

pesar de sus bajas, no contaba menos de cuarenta mil hombres, dirigiéndose

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