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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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—Si no lo descubrimos antes que obscurezca, no hay salvación posible<br />

para nosotros, es todo cuanto tengo que decir —fue mi consoladora réplica.<br />

Por espacio de unos diez minutos marchamos silenciosamente, de repente,<br />

Umbopa, quien caminaba a mi lado envuelto en su manta, y con un ancho<br />

cinturón de cuero, tan ceñido alrededor <strong>del</strong> estómago, para disminuir su<br />

hambre como decía él, que su cintura parecía la de una elegante señorita, me<br />

agarró fuertemente por el brazo, y señalando hacia el arranque de la falda <strong>del</strong><br />

pico, exclamó:<br />

¡Allí! Allí está la cueva.<br />

Seguí con la vista la dirección que me indicaba y percibí, a unas doscientas<br />

yardas de nosotros, una pequeña mancha negra que parecía ser producida por<br />

un agujero en la nieve. Nos dirigimos tan rápidamente como posible nos era,<br />

hacia ella, y, en efecto, descubrimos un agujero que servía de boca a una<br />

cueva, la misma, sin duda, descrita por da Silvestre. Apenas habíamos llegado<br />

a la entrada de aquel providencial asilo, quedamos sumidos en densa<br />

obscuridad; el sol acababa de hundirse en el horizonte, y sabido es que en esas<br />

latitudes el crepúsculo tiene poquísima duración. Nos deslizamos a gatas<br />

dentro de la cueva, que no parecía ser muy grande, y después de bebernos<br />

nuestro último resto de aguardiente, escasamente un trago para cada uno, nos<br />

acostamos, apiñándonos lo más apretadamente posible para conservar el calor,<br />

o intentamos buscar en el sueño alivio a nuestros sufrimientos; pero el frío era<br />

demasiado intenso para permitirnos ese descanso; seguro estoy de que el<br />

termómetro en aquella gran altitud, hubiera descendido a catorce o quince<br />

grados por debajo <strong>del</strong> punto de congelación, y lo que esto significaba para<br />

nosotros, extenuados por la fatiga, la falta de alimento y el insufrible calor <strong>del</strong><br />

desierto, el lector puede imaginarlo mejor que yo describirlo. Baste el decir<br />

que estuvimos a punto de morir helados. Sentados, hora tras hora, contamos<br />

las de aquella larga y horrorosa noche; el implacable frío nos cercaba por<br />

todos lados, ora helándonos los dedos, ora los pies, y a veces el rostro; en<br />

vano nos estrechábamos unos contra otros, en vano nos apretábamos más y<br />

más; nuestros miserables y demacrados cuerpos parecían haber perdido ya<br />

todo su calor. De rato en rato, uno de nosotros caía en un intranquilo sueño, de<br />

corta duración, lo que hoy considero una fortuna, pues si alguno se hubiera<br />

dormido por más largo tiempo, tal vez no hubiese vuelto a despertar.<br />

Sólo nuestra fuerza de voluntad pudo salvarnos, haciéndonos sobrevivir a<br />

todas las torturas de aquella noche. No estaba muy lejana el alba, cuando el<br />

hotentote Ventvögel, cuyos dientes no habían cesado de chocar produciendo<br />

un continuo castañeteo, exhaló un profundo suspiro, después <strong>del</strong> cual guardó<br />

un silencio absoluto. Al pronto no paré mi atención en tal cosa, c<strong>rey</strong>endo se<br />

había quedado dormido, pero su espalda, que se apoyaba contra la mía,<br />

enfriándose rápidamente, llegó a hacerme sentir la misma impresión <strong>del</strong> hielo.<br />

Por fin las tinieblas empezaron a desaparecer; suaves rayos difundían por<br />

doquiera su indecisa luz, aumentando gradualmente en intensidad, hasta que<br />

convertidas en esplendentes haces al asomarse el sol, cruzaron veloces por

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