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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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cómo Good se las había arreglado con su coloso, cuyos chillidos de cólera y<br />

dolor escuchara mientras remataba al mío; al acercarme al capitán le encontré<br />

en un gran estado de excitación. Parece que su elefante, al sentirse herido,<br />

dirigiose furioso contra su agresor, quien apenas tuvo tiempo para separarse<br />

de su dirección, continuando en su ciega acometida en sentido de nuestro<br />

campamento. Mientras tanto, la manada, presa <strong>del</strong> pánico, había desaparecido<br />

por el lado opuesto.<br />

Discutimos por corto tiempo si debíamos perseguir al elefante herido o<br />

continuar tras la manada, y decidiendo esto último, partimos seguros de que<br />

nunca más pondríamos los ojos en sus enormes colmillos. ¡Ojalá así hubiera,<br />

sido! Fácil cosa fue continuar nuestra persecución, porque los elefantes, en su<br />

desesperada fuga, habían aplastado el tupido arbusto como si fuera endeble<br />

hierba, dejando un rastro que parecía un camino carretero.<br />

Pero alcanzarlos no era cosa tan fácil y tuvimos que caminar dos horas<br />

largas, con un sol que nos quemaba, para volver a encontrarlos. Estaban,<br />

excepto uno, aglomerados en un grupo, y pude ver, por la inquietud que<br />

manifestaban y el continuo movimiento de sus trompas hacia arriba para<br />

olfatear el aire, que se hallaban alarmados y dispuestos a evitar otro ataque. El<br />

elefante que se destacaba de los demás, sin duda alguna, era una centinela que,<br />

como a cincuenta varas de la manada y sesenta de nosotros, vigilaba por la<br />

seguridad de todos. Seguro de que si tratábamos de aproximarnos nos<br />

descubriría, y dando su señal de alarma, haría que sus compañeros pronto<br />

desaparecieran de nuestra vista, lo tomamos por blanco y a mi voz de aviso,<br />

hicimos fuego, dejándole instantáneamente muerto. Otra vez la manada se<br />

puso en fuga; pero desgraciadamente para ellos, cortaba la dirección en que<br />

corría, y como a cien varas <strong>del</strong> sitio en que la sorprendimos, un profundo<br />

barranco de escarpadísimas orillas, en donde el impulso de la carrera hubo de<br />

precipitarla. Cuando llegamos a aquel lugar, muy parecido por cierto al sitio<br />

donde fue muerto el Príncipe Imperial en el Zulú, presenciamos desde el<br />

borde de dicho barranco, cómo los aterrorizados animales se revolvían en<br />

confuso tropel al tratar de subir por la otra orilla, chillando alborotadamente al<br />

empujarse y atropellarse en su egoísta pánico, tal como si fueran otros tantos<br />

hombres. Aquella era nuestra oportunidad, y la aprovecharnos disparando con<br />

la rapidez que la carga nos permitía; matamos cinco de aquellas infelices<br />

bestias, y hubiéramos concluido con todas, si, dejando repentinamente su<br />

empeño por ascender hacia el lado opuesto, no se hubieran lanzado<br />

impetuosamente, agua abajo, por el seco lecho <strong>del</strong> torrente. Estábamos<br />

demasiado cansados para perseguirlos, y tal vez también un poco saciados de<br />

matanza, pues ocho elefantes era una ración algo más que buena para un día.<br />

Descansamos un rato, y luego que los kafires arrancaron el corazón a dos<br />

de los elefantes recién muertos, para nuestra cena de aquella noche,<br />

emprendimos la marcha hacia nuestro campamento; contentos con nuestra<br />

fortuna, y resueltos a enviar a los kafires al siguiente día para que recogieran<br />

los colmillos de nuestras víctimas.

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