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camino, nos asistiera suficiente valor para pasar sobre los aplastados restos de<br />
Gagaula y entrar de nuevo en la recámara <strong>del</strong> tesoro, así nos esperaran cuantos<br />
diamantes encierra el universo. Y, por otro lado, bien podía haberme<br />
desesperado a la idea de abandonar toda aquella fortuna, la mayor que en la<br />
historia <strong>del</strong> mundo se ha acumulado en un lugar, porque nada, absolutamente<br />
nada hubiera remediado. La dinamita era lo único capaz de forzar aquella<br />
barrera de compacta roca, y ésta no estaba a nuestro alcance. Tal vez, en algún<br />
lejano siglo un explorador más afortunado, descubra su «Ábrete Sésamo» e<br />
inunde el mundo con diamantes, pero, yo lo dudo. No sé por qué, mas algo me<br />
dice que las valiosas piedras hacinadas en las tres arquillas, jamás brillarán al<br />
derredor <strong>del</strong> cuello de una beldad terrenal. Los huesos de Foulata y ellas<br />
seguirán allí tranquilos hasta el fin de los siglos.<br />
Algo mohínos por nuestro chasco, regresamos a las chozas, y al siguiente<br />
día emprendimos la vuelta a Loo. Y en el fondo, era una verdadera ingratitud<br />
contra la suerte el andar mohíno; porque, como el lector recordará, yo tuve la<br />
feliz precaución de atestarme los bolsillos de mi chaqueta de caza con los<br />
apetecidos diamantes, en el momento mismo de abandonar nuestra prisión.<br />
Algunos se me escurrieron mientras rodé por la escarpada <strong>del</strong> gran pozo y<br />
desgraciadamente de los mayores, que fue los que puse encima de todos; pero,<br />
relativamente hablando, salvé una enorme cantidad, en la cual se encontraban<br />
dieciocho hermosos solitarios, que contaban de treinta a cien quilates.<br />
Así, pues, mi vieja prenda aún valía un caudal, que si no alcanzaba a<br />
convertirnos en millonarios, por lo menos sí, en hombres ricos: pudiendo<br />
además conservar las piedras necesarias para engalanarnos con los tres<br />
mejores juegos de botones que hubiera en Europa.<br />
A nuestra llegada a Loo, fuimos cordialmente recibidos por Ignosi, a quien<br />
encontramos muy ocupado en consolidar su reciente poder y en reorganizar<br />
los regimientos que habían salido en cuadro de la obstinada y mortífera<br />
contienda que lo elevara al trono.<br />
Escuchó con marcadísimo interés la relación de los maravillosos sucesos<br />
que nos acontecieron, y cuando llegamos al episodio <strong>del</strong> espantoso fin de<br />
Gagaula, se quedó muy pensativo.<br />
—Ven aquí —dijo en alta voz, dirigiéndose a un anciano induna<br />
(consejero), que con otros se sentaba en torno <strong>del</strong> Rey, pero fuera <strong>del</strong> alcance<br />
de nuestras palabras. El viejo dejó su puesto, se acercó y después de saludar<br />
respetuosamente, tomó asiento.<br />
—Tú tienes muchos años —díjole Ignosi.<br />
—Sí, mi Rey y señor.<br />
—Dime: ¿cuándo eras muchacho, conociste a Gagaula, la doctora de las<br />
brujas?<br />
—Sí, mi Rey y señor.<br />
—¿Y cómo era ella entonces, joven como tú?<br />
—¡No, mi Rey y señor! Entonces, como ahora, era vieja, arrugada, seca,<br />
muy fea y perversa.