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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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camino, nos asistiera suficiente valor para pasar sobre los aplastados restos de<br />

Gagaula y entrar de nuevo en la recámara <strong>del</strong> tesoro, así nos esperaran cuantos<br />

diamantes encierra el universo. Y, por otro lado, bien podía haberme<br />

desesperado a la idea de abandonar toda aquella fortuna, la mayor que en la<br />

historia <strong>del</strong> mundo se ha acumulado en un lugar, porque nada, absolutamente<br />

nada hubiera remediado. La dinamita era lo único capaz de forzar aquella<br />

barrera de compacta roca, y ésta no estaba a nuestro alcance. Tal vez, en algún<br />

lejano siglo un explorador más afortunado, descubra su «Ábrete Sésamo» e<br />

inunde el mundo con diamantes, pero, yo lo dudo. No sé por qué, mas algo me<br />

dice que las valiosas piedras hacinadas en las tres arquillas, jamás brillarán al<br />

derredor <strong>del</strong> cuello de una beldad terrenal. Los huesos de Foulata y ellas<br />

seguirán allí tranquilos hasta el fin de los siglos.<br />

Algo mohínos por nuestro chasco, regresamos a las chozas, y al siguiente<br />

día emprendimos la vuelta a Loo. Y en el fondo, era una verdadera ingratitud<br />

contra la suerte el andar mohíno; porque, como el lector recordará, yo tuve la<br />

feliz precaución de atestarme los bolsillos de mi chaqueta de caza con los<br />

apetecidos diamantes, en el momento mismo de abandonar nuestra prisión.<br />

Algunos se me escurrieron mientras rodé por la escarpada <strong>del</strong> gran pozo y<br />

desgraciadamente de los mayores, que fue los que puse encima de todos; pero,<br />

relativamente hablando, salvé una enorme cantidad, en la cual se encontraban<br />

dieciocho hermosos solitarios, que contaban de treinta a cien quilates.<br />

Así, pues, mi vieja prenda aún valía un caudal, que si no alcanzaba a<br />

convertirnos en millonarios, por lo menos sí, en hombres ricos: pudiendo<br />

además conservar las piedras necesarias para engalanarnos con los tres<br />

mejores juegos de botones que hubiera en Europa.<br />

A nuestra llegada a Loo, fuimos cordialmente recibidos por Ignosi, a quien<br />

encontramos muy ocupado en consolidar su reciente poder y en reorganizar<br />

los regimientos que habían salido en cuadro de la obstinada y mortífera<br />

contienda que lo elevara al trono.<br />

Escuchó con marcadísimo interés la relación de los maravillosos sucesos<br />

que nos acontecieron, y cuando llegamos al episodio <strong>del</strong> espantoso fin de<br />

Gagaula, se quedó muy pensativo.<br />

—Ven aquí —dijo en alta voz, dirigiéndose a un anciano induna<br />

(consejero), que con otros se sentaba en torno <strong>del</strong> Rey, pero fuera <strong>del</strong> alcance<br />

de nuestras palabras. El viejo dejó su puesto, se acercó y después de saludar<br />

respetuosamente, tomó asiento.<br />

—Tú tienes muchos años —díjole Ignosi.<br />

—Sí, mi Rey y señor.<br />

—Dime: ¿cuándo eras muchacho, conociste a Gagaula, la doctora de las<br />

brujas?<br />

—Sí, mi Rey y señor.<br />

—¿Y cómo era ella entonces, joven como tú?<br />

—¡No, mi Rey y señor! Entonces, como ahora, era vieja, arrugada, seca,<br />

muy fea y perversa.

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