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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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—Abrid las otras, hombres blancos, graznó, que no dijo Gagaula, en ellas<br />

hay de seguro más. ¡Saciad vuestro apetito, blancos señores!<br />

Obediente a la indicación, tiré de las tapas de las restantes arquillas,<br />

después de romper, lo que me supo a sacrilegio, los sellos que las aseguraban.<br />

¡Bravo! también llenas y hasta el tope, por lo menos la segunda; no en<br />

balde el mal aventurado fidalgo henchía pellejos de cabrito con el contenido<br />

de ellas. La tercera holgaba en sus tres cuartas partes, pero en la <strong>del</strong> fondo se<br />

hacinaban piedras escogidas; la menor de veinte quilates, y algunas como<br />

huevos de paloma. Varios de estos solitarios, sin embargo tenían, según<br />

observamos, acercándolos a la luz aguas amarillas, que disminuían su mérito.<br />

Y mientras tanto, lo que no observamos fue la horrible mirada de odio con<br />

que nos favoreció la perversa vieja, al deslizarse, arrastrándose como un reptil,<br />

fuera de la recámara <strong>del</strong> tesoro y pasillo que a ella conducía.<br />

¡Escuchad! Resonando en la abovedada galería llegan a nosotros<br />

atropellados gritos de espanto que nos hielan la sangre. ¡Es la voz de Foulata!<br />

—¡Oh, Bougwan! ¡ven! ¡ayúdame! ¡la roca está bajando!<br />

—¡Suelta, muchacha! ¡Toma!<br />

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡me ha dado una puñalada!<br />

Al oír los últimos alaridos, corríamos a todo escape por el pasillo y he aquí<br />

el cuadro que la luz de la lámpara iluminó. La enorme roca que cierra la<br />

entrada descendía lentamente y sólo distaba tres pies <strong>del</strong> piso. Cerca de ella<br />

luchaban Gagaula y Foulata. La sangre de ésta bañaba su cuerpo y corría por<br />

sus piernas; pero aún la valiente joven agarraba a la bruja endemoniada que se<br />

revolvía furiosa, como un gato montés. ¡Ah! ¡al fin se liberta de las manos que<br />

la aprisionan! Foulata cae, y Gagaula, echándose al suelo, gatea hacía afuera<br />

por el decreciente espacio que deja libre la enorme y pesada piedra. Está bajo<br />

ella, avanza y…<br />

¡Oh, Dios! ¡le falta tiempo! ¡es demasiado tarde! La descendente mole la<br />

sujeta, la oprime y ella grita desesperada, presa de terror. Y baja más y más, y<br />

sus treinta toneladas prensan y comprimen las secas carnes de la vieja contra<br />

la roca inferior. Chilla, como jamás he oído chillar; rechinan, crújenle los<br />

huesos y con un repugnante estallido, con un horroroso crach, cae la maciza<br />

compuerta y cierra herméticamente la salida, en el mismo instante en que<br />

llegábamos junto a ella.<br />

Todo ocurrió en cuatro segundos.<br />

Entonces acudimos a Foulata. La pobre muchacha había sido herida en el<br />

pecho y a primera vista conocí que le restaban pocos instantes de vida.<br />

—¡Ah! ¡Bougwan, me muero! —exclamó débilmente la preciosa criatura.<br />

Ella, Gagaula, salió, yo no la sentí, estaba medio desmayada… y la puerta<br />

empezó a bajar; entonces volvió y miró hacia adentro… yo la vi entrar; y la<br />

cogí, no la dejé escapar y me hirió, y me muero, Bougwan.<br />

—¡Oh, Foulata! ¡Oh, Dios! —exclamó Good acongojado, estrechándola en<br />

sus brazos y cubriéndola de besos.

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