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Se cambiaba de ropa, guardaba el uniforme y la mochila en el armario. Mamá ya había
organizado todo el cuarto y por cierto, no le gustaría verlo desorganizado.
Se lavaba las manos muy bien e iba para el comedor a poner la mesa, colocando los
platos, vasos, cubiertos, pues luego el papá llegaría de la fábrica para almorzar.
Cuando el papá llegaba lo abrazaba con cariño, preguntándole cómo estaba su día de
trabajo, cómo estaba el tránsito.
Reunidos alrededor de la mesa en el almuerzo, todos oraban, agradeciendo a Dios por
la comida del día.
Después del almuerzo, en cuanto el papá regresaba para el trabajo, corría para la
cocina y se ponía ayudar a la mamá en la limpieza de las vajillas. Doña Flora, su mamá,
contaba con la valiosa ayuda de la hijita. Y Claudia la ayudaba con buena voluntad. Se
sentía satisfecha por ser útil en el hogar. Y cuantas cosas bonitas aprendía mientras
trabajaba al lado de doña Flora.
Ella le contaba lindas historias que había aprendido en su infancia.
Pero aquel día, Claudia se mostraba ansiosa para hablarle a su mamá. Varias veces
ella intentaba iniciar la conversación y no lo lograba, pues a cada minuto, Pablito llamaba a
la mamá, mostrándole los juguetes.
En un dado momento en que todo estaba tranquilo, Claudia aprovechó y dijo,
emocionada:
— Gracias, mamá, por todo lo que me enseñas. Es una pena que todas las madres no
sean como tú. Y hoy, tuve pruebas de cuanto te esfuerzas para enseñarnos y darnos una
buena educación. ¡Cómo he visto niños mal educados! Son incapaces de portarse bien en la
presencia o en la ausencia de los padres. En mi escuela, existen niños que pelean entre sí,
rompiendo sus ropas, lastimándose... No existe respeto, hablan mal de los compañeros y hasta
dicen malas palabras... Hoy vi niños hablando con la boca llena, otros mastican con la boca
abierta, llegando hasta a incomodar a los que están a su alrededor. Al regreso de la escuela,
pasé por delante de una casa, donde vi una niña causando estragos en un cantero de flores en
los jardines de su propia casa, tirándolas por el suelo. Pisaba el césped, estropeándolo. Ni
pensaba en la tristeza de aquellos que tuvieron el trabajo se plantarlas, regarlas, para verlas
crecer y bonitas. Mamá, y eso, no fue lo peor. Al pasar por delante de un edificio de
apartamentos, vi dos niños riñendo en el patio. Uno decía:
— ¡Dame el barco! ¡Es mío!
Y el otro le respondía:
— ¡No, no te lo doy! ¡Y quiero ver quién me quita este barco!
— Y, acabando de responderle, mamita, ya le dio dos puntapiés al otro niño. Poco
después estaban abracados, peleando violentamente. Estaba afligida y hasta nerviosa. Me
alejé rápidamente. Sin embargo, al pasar por delante de nuestra casa, vi algo maravilloso,
que me hizo olvidar lo malo que había presenciado. Pablito y José jugaban alegremente como
buenos amigos. La pelota de Pablito cayó en el medio de la calle y éste, le dijo a José:
— Por favor, me la puedes buscar. Mamá no quiere que yo atraviese la calle, todavía
soy muy pequeño.
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