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odaba por el río. El Pequeño José corrió, la agarró y se la entregó al tío Antonio, un viejo
muy conocido por todos, en la ciudad donde vivía.
El viejo se lo agradeció y le dijo:
— Pequeño José, eres un buen muchacho. Y por eso, mereces que yo te cuente un
BÁÑESE
PEÍNESE EL CABELLO
secreto... DIARIAMENTE
Y TAMBIÉN LIMPIE EL PEINE
— ¡Qué bueno! — exclamó el muchacho. — Cuente, cuente pronto.
Y el viejo le reveló:
— En ti viven dos niñas. Dos Niñas Maravillosas.
— ¿En mí? — preguntó asombrado. — ¡Oh! ¿Qué es eso? Yo soy varón, ¿qué historia
es esa de que dos niñas viven en mí? ¿Cómo yo nunca lo percibí?
— Pues sí — continuó el tío Antonio — puede ser que nunca hayas percibido las dos
Niñas Maravillosas, pero ellas siempre estuvieron en ti. Te lo puedo garantizar: ¡son tus ojos!
— ¡Vaya! ¡Qué susto! Menos mal... ¿Pero en mis ojos? ¿Cómo son ellas? — le preguntó
el Pequeño José.
El viejo continuó:
— Son delicadas, Pequeño José, muy delicadas, las dos niñas de los ojos. ¡Delicadas
como esta mariposa que está pasando!
El Pequeño José, escuchando las palabras del tío Antonio, estaba aprendiendo una
cantidad de cosas.
— Muy bien, mi hijo, — le dijo el viejo. — Ahora otra cosa que necesitas saber es
defender tus ojos. Cuando ellos te piquen y necesites rascarlos, siempre usa un pañuelo
limpio, ráscalos con la parte superior de las manos. Bien despacio y delicadamente como son
ellas. Nunca te olvides de eso Pequeño José, y sólo es esto por hoy.
El Pequeño José estuvo de acuerdo:
—Entonces, hasta luego, mi amigo, qué Dios te acompañe.
El viejo se fue y el Pequeño José permaneció allí durante algún tiempo, pensando en lo
que había oído y considerando mejor las cosas en las que nunca antes había prestado
atención. De repente — ¡buumm!!! Se oyó un estruendo. Curioso, corrió para ver lo que era.
No demoró en ver a lo lejos algunos de sus amigos lanzando cohetes. Los encendían bien
cerca de los ojos. Inmediatamente, pensó en los consejos del tío Antonio y rechazó la
invitación de sus compañeros.
— ¿Tienes miedo, eh? — le dijo Carlitos, que era el dueño de los cohetes.
— No, no es miedo — le respondió el Pequeño José — Es que creo que nosotros no
debemos lanzar cohetes, pueden explotar y lesionar a alguien.
— ¡Qué nada! — dijo Carlitos. — Tú no entiendes de esas cosas.
Los otros se rieron, pero al Pequeño José no le importó. Sabía lo que estaba hablando.
Carlitos cargaba una caja bien grande de cohetes para lanzarlos.
— ¿Quieren ver? — dijo, rayando el cohete cerca de los ojos.
El muchacho aguantó la respiración, esperando el estruendo. Y el ruido del estruendo
fue acompañado por un grito desesperante. En un segundo, toda la alegría se transformó en
dolor y sangre. Los muchachos estaban pálidos y sin saber que hacer ante la escena que
presenciaban.
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