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JAVIER TUSELL - Prisa Revistas

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Esta historia familiar, un tanto<br />

risible y por lo mismo un tanto<br />

patética, puede ser la historia<br />

de muchas familias cubanas.<br />

Puede ser la historia de una isla.<br />

Porque sucedió que años después,<br />

muerto ya don Ramón, mi<br />

abuelo, pude descubrir que no<br />

éramos nosotros los únicos alucinados<br />

por la evocación de algo<br />

que no habíamos conocido. Yo<br />

comencé a notar que en La Habana<br />

se revelaban las huellas de<br />

ese sueño que estaba al otro lado<br />

del océano: los castillos de la<br />

Fuerza (con su estatua de bronce<br />

de La Bella Habana, más conocida<br />

como la Giraldilla), San<br />

Salvador de la Punta y Los Tres<br />

Reyes del Morro me hablaban<br />

de un tiempo heroico, de imperios<br />

y piratas. Las iglesias –la del<br />

Santo Cristo del Buen Viaje<br />

(con ese nombre suscitante), la<br />

del Espíritu Santo, la de la Merced–,<br />

pequeñas, íntimas, de un<br />

barroco retraído, con altares llenos<br />

de exvotos y de flores, con la<br />

imaginería torpemente imitada<br />

de un Martínez Montañés, en<br />

cuyos claustros se podía huir de<br />

la demasiada impiedad del sol,<br />

de la canícula, del vecinerío<br />

campechano, y donde me sentaba<br />

a resolver los problemas nada<br />

ortodoxos de mi imaginación. Y<br />

los conventos de San Francisco y<br />

de Santa Clara, y los grandes palacios<br />

de las grandes familias de<br />

otra época (necesariamente más<br />

feliz, porque, “a nuestro parecer,<br />

cualquier tiempo pasado fue mejor”),<br />

con los patios enormes y<br />

húmedos, adornados con losas<br />

de Sevilla, y aljibes, sembrados<br />

de helechos y de árboles, para<br />

contrarrestar el horror del clima;<br />

las galerías abiertas a los patios;<br />

las paredes altas, y la profusión<br />

de puertas y ventanas, para que<br />

Nº 85 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA<br />

la brisa entrara sin dificultad,<br />

cargada de ese olor único del<br />

mar que invita todo el tiempo a<br />

la huida. Y el olor del mar, que<br />

se mezclaba con el de las cocinas;<br />

el de tantos potajes y tortillas<br />

(descubrí que teníamos una<br />

cultura culinaria, de fabadas y<br />

paellas, que exigía a todas luces<br />

un poco de brumas y de inviernos),<br />

y que terminaba mezclándose<br />

con el otro olor de los árboles,<br />

para provocar un estado<br />

de permanente delirio. Y excitaban<br />

además mi imaginación los<br />

nombres de las calles –calle del<br />

Empedrado, calle de la Amargura,<br />

calle de la Oficina, calle<br />

del Tejadillo–, que remitían aún<br />

con mayor obstinación a un pasado<br />

que de ningún modo habíamos<br />

tenido.<br />

Sí, porque también descubrí<br />

que, siendo como es Cuba un<br />

país muy joven, un país con 300<br />

escasos años de existencia (que<br />

pensados en términos de alma<br />

propia pueden reducirse acaso a<br />

la mitad), participaba de una<br />

historia más amplia, de una historia<br />

imaginada o leída, que no<br />

le pertenecía, pero que por supuesto<br />

sí le pertenecía, de una<br />

cultura que no podía ser ajena, y<br />

que podía ser toda la cultura del<br />

mundo, pero que entraba primero<br />

por España. Porque, para<br />

empezar, hablamos en español.<br />

Y esto, que dicho así se oye rápido,<br />

esconde incalculables connotaciones,<br />

consecuencias incalculables.<br />

“Todo pueblo”, escribió<br />

Alfonso Reyes, “tiene<br />

un alma y un cuerpo,<br />

modelados por un conjunto<br />

de fuerzas, ideales, normas<br />

e instituciones, que<br />

determina, a lo largo de<br />

sus vicisitudes históricas,<br />

el cuadro de su cultura.<br />

El alma, el patrimonio<br />

espiritual, se conserva<br />

en el vehículo de la lengua.<br />

El cuerpo, el patrimonio<br />

físico, sólo se resguarda<br />

y organiza mediante una<br />

operación de símbolo, en<br />

la lengua también. Una<br />

civilización muda es<br />

inconcebible. Sólo a través<br />

de la lengua tomamos<br />

posesión de nuestra<br />

parte del mundo”.<br />

Cuando, como sucedió en<br />

América, recibimos la lengua<br />

española, adoptamos fatalmente,<br />

por añadidura, todo el peso de la<br />

tradición espiritual de España.<br />

Y esto, que vale para países como<br />

México o Perú, con fuerte<br />

cultura indígena, es de mucha<br />

mayor verdad para Cuba. Algo<br />

que nos distingue del resto de<br />

América es que nacimos sin herencia<br />

cultural indígena. En el<br />

“ajiaco cubano” –como llamó<br />

don Federico Ortiz a nuestro<br />

mestizaje– la cultura indígena se<br />

limita a palabras aisladas, a dos o<br />

tres alimentos ya exóticos y al<br />

dibujo extraño de algunos ojos y<br />

algunos labios.<br />

Nuestra isla se hallaba casi<br />

virgen al arribo del español. Luego<br />

nuestra isla, a diferencia del<br />

resto de América, fue prácticamente<br />

fundada por España. Y si<br />

luego el panorama social se complicó<br />

con chinos y negros, sobre<br />

todo con negros, también se debió<br />

a los españoles, quienes, a<br />

diferencia de ingleses o franceses,<br />

se juntaron llenos de alegría y<br />

alto sentido del hedonismo (como<br />

que se sentían en la réplica<br />

terrenal del Edén) con los esclavos<br />

que ellos mismos hacían venir<br />

desde el Congo en barcos re-<br />

pletos e insalubres. La cultura<br />

africana, es cierto, ha tenido un<br />

peso importante entre nosotros,<br />

un peso quizá benéfico, que se<br />

manifiesta sobre todo en el ritmo<br />

de nuestra música y en el<br />

ritmo de nuestra vida, en la cadencia<br />

de nuestros movimientos<br />

y en la voluptuosidad con que<br />

nos acercamos al mundo, en la<br />

maravillosa displicencia que tenemos<br />

los cubanos para asumir<br />

los asuntos más graves, en nuestra<br />

gran irresponsabilidad, en<br />

nuestra delectación morosa, en<br />

nuestras creencias elementales y<br />

carentes de rigor, en nuestra risa<br />

franca, escandalosa y breve, como<br />

los aguaceros del verano. Pero<br />

también es cierto que poseemos<br />

otra cara oculta y contradictoria,<br />

la que completa la<br />

paradoja que somos, donde se<br />

manifiesta el sentimiento trágico<br />

de la vida, una bronca seriedad,<br />

una melancolía inexplicable, una<br />

pasión, una nostalgia, una preocupación<br />

permanente por el vacío<br />

de la existencia.<br />

La presencia de España ha debido<br />

ser más viva por necesidad.<br />

Al fin y al cabo, el país que inició<br />

la conquista llevaba una vida<br />

espiritual especialmente intensa,<br />

donde podía hallarse, en espléndida<br />

mezcla, el estoicismo de Séneca<br />

con Las moradas sensuales,<br />

es decir, místicas de santa Teresa.<br />

Y si hubo un momento en que<br />

la figura cultural de la península<br />

apareció como menos importante<br />

de lo que en realidad fue<br />

durante el Renacimiento, ya un<br />

sabio dominicano, Pedro Henríquez<br />

Ureña, se encargó de situarla<br />

en el preciso lugar con un<br />

libro definitivo: Plenitud de España.<br />

Yo, que he sabido pasear<br />

las calles de La Habana, que he<br />

sabido encontrar en ella las som-<br />

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