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La campana, que pesaba mil trescientas libras y que resultó muy sonora, se<br />

dejó oír por primera vez en la Nochebuena de diciembre, con gran<br />

contentamiento del vecindario limeño. El pueblo la bautizó con el nombre<br />

de la Marquesita. Fatalmente esta campana apenas funcionó por menos de<br />

nueve años; pues en 1544 antojose de ella el virrey Blasco Núñez de Vela<br />

para fabricar arcabuces. Verdad es que ya no hacía gran falta, porque<br />

dominicos, mercenarios y franciscanos habían fabricado campanas, siendo<br />

una de ellas del peso de veinte quintales.<br />

En cuarto a reloj público, el primero que poseyó Lima fue uno que en 1555<br />

compró el Cabildo, y que costó dos mil doscientos pesos de oro, según lo<br />

afirma el padre Cobo en su interesante <strong>libro</strong>.<br />

Sastre y sisón, dos parecen y uno son<br />

-¡Ea, ea!, señor Pedro Gutiérrez, despabílese usarced, ponga los huesos de<br />

puntal y véngase conmigo al Cabildo, que sus señorías los alcaldes don<br />

Nicolás de Rivera y don Juan Tello han menester decirle cuatro razones al<br />

alma. Y no me venga contando milagros, a mí que he sido arzobispo.<br />

-Téngase allá, don Currutaco, y cada uno fume de su tabaco -contestó el<br />

llamado Pedro Gutiérrez, que era un hombrecillo con una boca que más que<br />

boca era bocacalle, y unos ojuelos tan saltones que amenazaban salirse de<br />

la jurisdicción de la cara-. ¿Qué tiene el señor Rivera el Viejo que ver<br />

en cosas de menestralería? ¡Por San Millán el Cogolludo! ¿Quién lo mete a<br />

Juan Zoquete en si arremete o no arremete? Derogue el Cabildo su arancel,<br />

y habremos la fiesta en paz.<br />

-Tenga quieta, señor Pedro Gutiérrez, esa su perla de oro, y no le venga<br />

por ella un tabardillo pintado con la justicia -interrumpió el alguacil<br />

del Cabildo, que no era otro el que recado tan alarmante traía al<br />

menestral-. Déjese usarced de ensalivarme la oreja, que alguacil soy y<br />

tengo hipos de gobierno, y a fuer de tal, le echo la zarpa encima al<br />

mismísimo lucero del alba, y lo aposento en la casa de poco trigo y muchas<br />

pulgas. Conque así, no juguemos a la pizpirigaña, ni andemos por<br />

caballetes de tejado, no sea que la candela se hiele en la chimenea y<br />

resulte peor lo roto que lo descosido Déjese querer, maestro, que no todo<br />

ha de ser lo que tase un sastre, y véngase conmigo en haz y en paz a lo de<br />

sus señorías los alcaldes.<br />

Vínosele a las mientes a Pedro Gutiérrez aquello de que lo que no hacen<br />

tres ccc, charrasca, capa y corazón, no lo harán otras tres ccc, coroza,<br />

capacete y cobardía; púsose candado en la bocacalle, y diciéndose para su<br />

sayo de tiritaña flamenca «¡A Roma por bulas!», echó a caminar a la vera<br />

del alguacil.<br />

Esto pasaba en noviembre de 1536, casi a los dos años de fundada Lima.<br />

Y era el caso que los cuatro sastres, únicos que la ciudad poseía para<br />

vestir a poco más de mil pobladores españoles, se habían conchabado para<br />

cobrar precios muy subidos por la hechura de un jubón acuchillado, unos<br />

gregüescos de piti-pití, un rebocillo parmesano o una falda de damasco con<br />

tontillo de rebusca y corpiño de terciopelo, que en ese siglo —10<br />

eran los sastres modistas del sexo bello. ¿Qué limeña, con humos de<br />

elegancia, se habría dejado en 1536 vestir por modista o sastresa? También

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