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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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8<br />

Tom alquiló una habitación en el Miramare. Eran ya las cuatro cuando le trajeron las maletas <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la estafeta <strong>de</strong> correos, y se sentía <strong>de</strong>masiado cansado para<br />

colgar su mejor traje antes <strong>de</strong> echarse sobre la cama. Des<strong>de</strong> la calle se oían claramente las voces <strong>de</strong> unos chicos, tan claramente que parecían estar en la misma<br />

habitación, Y Tom se puso nervioso al oír la risa insolente <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> ellos. Se los imaginó discutiendo su expedición a casa <strong>de</strong>l signore Greenleaf, haciendo conjeturas<br />

poco halagadoras sobre lo que suce<strong>de</strong>ría a continuación.<br />

Tom se preguntó qué estaba haciendo allí, sin amigos, sin hablar palabra <strong>de</strong> italiano. ¿Y si enfermaba? ¿Quién iba a cuidarle?<br />

Se levantó, consciente <strong>de</strong> que iba a vomitar, pero moviéndose lentamente, porque sabía muy bien cuándo iba a hacerlo y le quedaba tiempo suficiente para llegar<br />

al cuarto <strong>de</strong> baño. En el baño <strong>de</strong>volvió el almuerzo y le pareció que también el pescado que había comido en Nápoles. Regresó a la cama y se quedó dormido<br />

inmediatamente.<br />

Al <strong>de</strong>spertarse, débil y semiatontado, el sol seguía brillando con fuerza y su reloj nuevo marcaba las cinco y media. Se asomó a la ventana, buscando<br />

automáticamente la casa <strong>de</strong> Dickie, que sobresalía <strong>de</strong> entre las otras casas, más pequeñas, que moteaban la la<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> rosa y blanco. Divisó la sólida balaustrada rojiza<br />

<strong>de</strong> la terraza, preguntándose si Marge seguiría allí, si estarían hablando <strong>de</strong> él. De entre el ruido <strong>de</strong> la calle surgió una risa, tensa y resonante, tan americana como una<br />

frase pronunciada con acento <strong>de</strong> Brooklyn. Vio fugazmente a Dickie y la muchacha al pasar por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> un solar entre dos casas, en la calle mayor. Doblaron la<br />

esquina y Tom se trasladó a la ventana lateral para verles mejor. Al lado <strong>de</strong>l hotel, justo <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> su ventana, había un callejón, y por él bajaban Dickie y Marge, él<br />

vestido con sus pantalones blancos y su camisa color terracota, y Marge con una falda y una blusa. Tom supuso que habría estado en su casa, a no ser que tuviera<br />

alguna ropa en casa <strong>de</strong> Dickie. En el embarca<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, Dickie se <strong>de</strong>tuvo para hablar con un italiano, al que dio algo <strong>de</strong> dinero. <strong>El</strong> hombre se llevó una mano a la<br />

gorra, luego soltó las amarras <strong>de</strong> la embarcación. Tom observó que Dickie ayudaba a Marge a subir a bordo. La blanca vela empezó a subir. Detrás <strong>de</strong> ellos, a la<br />

izquierda, el disco anaranjado <strong>de</strong>l sol se hundía en el agua. Tom pudo oír las risas <strong>de</strong> Marge y a Dickie gritando algo en italiano hacia el embarca<strong>de</strong>ro. Comprendió que<br />

estaba presenciando lo que constituía un día típico <strong>de</strong> la pareja: una siesta <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l tardío almuerzo, probablemente, y <strong>de</strong>spués, al ponerse el sol, un paseo en el<br />

velero <strong>de</strong> Dickie. Luego vendrían los aperitivos en alguno <strong>de</strong> los cafés <strong>de</strong> la playa. Estaban disfrutando <strong>de</strong> un día perfectamente normal, como si él no existiera. Tom se<br />

preguntó quién podía esperar que Dickie regresara a un mundo <strong>de</strong> metros y taxis, cuellos almidonados y ocho horas diarias <strong>de</strong> oficina, incluso contando con un coche<br />

con chófer y vacaciones en Florida y Maine. No resultaba un panorama tan atractivo como el vestirse con ropas viejas y navegar libremente, sin tener que respon<strong>de</strong>r<br />

ante nadie <strong>de</strong>l modo en que empleaba el tiempo, disponiendo a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> casa propia y una afable criada que probablemente se cuidaba <strong>de</strong> todas las tareas molestas.<br />

Aparte <strong>de</strong>l dinero que le permitía hacer los viajes que le apetecieran. Tom le envidió intensamente, con un sentimiento mezcla <strong>de</strong> envidia y <strong>de</strong> piedad por sí mismo.<br />

Pensó que probablemente la carta <strong>de</strong> míster Greenleaf <strong>de</strong>cía exactamente lo que hacía falta para poner a Dickie en contra suya. Hubiera sido mucho mejor que se<br />

presentase sin avisar y trabase conocimiento con Dickie en uno <strong>de</strong> los cafés <strong>de</strong> la playa. Posiblemente, a la larga, hubiera podido convencerle <strong>de</strong> que se fuese a casa,<br />

pero tal como se habían <strong>de</strong>sarrollado las cosas, eso resultaba imposible. Tom se maldijo por haberse comportado tan torpemente aquella mañana. Ninguna <strong>de</strong> las<br />

cosas que emprendía en serio le salía bien, esto lo sabía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía años.<br />

Decidió <strong>de</strong>jar que pasaran unos cuantos días. <strong>El</strong> primer paso consistiría en lograr caerle simpático a Dickie. Eso lo <strong>de</strong>seaba más que cualquier otra cosa en el<br />

mundo.

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