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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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30<br />

<strong>El</strong> peor síntoma <strong>de</strong> todos era que Roverini, que hasta entonces le había estado escribiendo en tono amistoso y explícito, no le comunicó absolutamente nada<br />

acerca <strong>de</strong>l hallazgo <strong>de</strong> las maletas y las telas en Venecia. Tom pasó una noche en vela y luego, durante el día, estuvo yendo <strong>de</strong> un lado para otro, ocupándose <strong>de</strong> los<br />

inacabables preparativos <strong>de</strong>l viaje, pagando a Anna y a Ugo, así como a los diversos ten<strong>de</strong>ros que le abastecían. Esperaba que la policía se presentase en cualquier<br />

momento, <strong>de</strong> día o <strong>de</strong> noche. <strong>El</strong> contraste entre la tranquilidad y confianza que había sentido tan sólo cinco días antes y la aprensión que ahora le embargaba resultaba<br />

casi insoportable. No podía dormir ni comer ni estarse en un mismo sitio durante varios minutos seguidos. Otra cosa que apenas podía soportar era la ironía <strong>de</strong> verse<br />

compa<strong>de</strong>cido por Anna y Ugo, <strong>de</strong> recibir las llamadas <strong>de</strong> sus amigos preguntándole si, en vista <strong>de</strong>l hallazgo <strong>de</strong> las maletas, tenía alguna i<strong>de</strong>a sobre lo que podía haber<br />

sucedido. También resultaba irónico que él pudiera <strong>de</strong>cirles que estaba consternado, incluso <strong>de</strong>sesperado, sin que ellos comprendiesen el verda<strong>de</strong>ro alcance <strong>de</strong> sus<br />

palabras. Lo consi<strong>de</strong>raban algo perfectamente natural, ya que, al fin y al cabo, cabía la posibilidad <strong>de</strong> que Dickie hubiese sido asesinado. A todos les parecía muy<br />

significativo que en las maletas se hubiesen encontrado todas las pertenencias <strong>de</strong> Dickie, hasta los útiles <strong>de</strong> afeitar y el peine.<br />

Luego estaba la cuestión <strong>de</strong>l testamento. Míster Greenleaf lo recibiría dos días más tar<strong>de</strong>, y para entonces era posible que ya se supiera que las huellas dactilares<br />

no eran las <strong>de</strong> Dickie, y que hubiesen interceptado al Hellene para comprobar las suyas. Si se <strong>de</strong>scubría que también el testamento era falso, no tendrían piedad para él.<br />

Ambos asesinatos saldrían a la luz, con tanta naturalidad como la noche sigue al día.<br />

Al embarcar en el Hellene Tom experimentaba la sensación <strong>de</strong> ser un fantasma andante. Hacía días que no dormía, ni comía, y se mantenía en pie solamente<br />

gracias a los innumerables expresos que consumía y al impulso <strong>de</strong> sus crispados nervios. Quería preguntar si el buque llevaba radio, pero no hacía falta, por fuerza tenía<br />

que llevarla. Era un buque <strong>de</strong> calado más que respetable, con tres cubiertas y capacidad para cuarenta y ocho pasajeros. Tom se <strong>de</strong>smayó unos cinco minutos <strong>de</strong>spués<br />

que los camareros <strong>de</strong>jasen su equipaje en el camarote. Recordaba haber permanecido boca abajo en el camarote, con un brazo <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l cuerpo, y haberse sentido<br />

<strong>de</strong>masiado fatigado para cambiar <strong>de</strong> postura y luego, al recobrar el conocimiento, el buque ya se movía, no sólo se movía sino que se balanceaba suavemente, con un<br />

agradable ritmo que infundía sensación <strong>de</strong> tremendas reservas <strong>de</strong> potencia, que era como una promesa <strong>de</strong> avance ininterrumpido por ningún obstáculo. Tom se sentía<br />

mejor, a no ser por el brazo sobre el que había yacido y que ahora colgaba a un costado, como muerto, moviéndose <strong>de</strong> un lado a otro cuando caminaba hasta el punto<br />

<strong>de</strong> tener que sujetárselo con la otra mano. Su reloj marcaba las diez menos cuarto y fuera reinaba la más absoluta oscuridad.<br />

A la izquierda, muy a lo lejos, se divisaba tierra, probablemente Yugoslavia, cinco o seis lucecitas blancas y débiles, pero nada más salvo el mar y el cielo, negros<br />

los dos, tan negros que no había ni rastro <strong>de</strong> horizonte. Parecía que el buque navegase con la proa pegada a una gigantesca pantalla negra, sólo que no se notaba<br />

ninguna dificultad en la regular marcha <strong>de</strong>l navío y, a<strong>de</strong>más, el viento azotaba su frente sin traba alguna, como si procediese <strong>de</strong> la infinidad <strong>de</strong>l espacio. No se veía un<br />

alma en cubierta, y Tom <strong>de</strong>dujo que todos estarían abajo, cenando. Se alegró <strong>de</strong> estar solo. <strong>El</strong> brazo empezaba a recobrar la sensibilidad. Tom se asió a la proa, en el<br />

mismo sitio por don<strong>de</strong> se separaba formando una V y aspiró profundamente. Sintió que en él nacía un nuevo espíritu combativo, <strong>de</strong>safiante. Se dijo que qué más daba<br />

que en aquel preciso momento pudiera estar recibiéndose un cable or<strong>de</strong>nando la <strong>de</strong>tención <strong>de</strong> Tom <strong>Ripley</strong>. Afrontaría lo que fuese valientemente, con la misma firmeza<br />

con que en aquel momento afrontaba el viento. Tal vez saltaría por la borda, lo cual, para él, representaría un acto <strong>de</strong> supremo valor a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la salvación. Des<strong>de</strong><br />

don<strong>de</strong> se hallaba podía oír el sonido <strong>de</strong> la radio <strong>de</strong>l buque, instalada en lo más alto <strong>de</strong> la superestructura. No tenía miedo. Su estado <strong>de</strong> ánimo era tal y como había<br />

esperado que fuese durante el viaje a Grecia. <strong>El</strong> hecho <strong>de</strong> contemplar sin miedo las negras aguas que le ro<strong>de</strong>aban era tan agradable como ver aparecer en el horizonte<br />

las islas griegas. En la oscuridad que se abría ante sus ojos podía ver mentalmente las islitas, las colinas <strong>de</strong> Atenas salpicadas <strong>de</strong> edificios, y la Acrópolis.<br />

Entre los pasajeros había una inglesa <strong>de</strong> edad avanzada que viajaba en compañía <strong>de</strong> su hija, ya cuarentona, soltera y tan nerviosa que ni tan sólo podía disfrutar<br />

<strong>de</strong>l sol durante quince minutos seguidos, tumbada en una hamaca <strong>de</strong> cubierta, y se veía impulsada a levantarse y anunciar con su vozarrón que iba a dar una vuelta. La<br />

madre, por el contrario, era una mujer sumamente tranquila y lenta, al parecer <strong>de</strong>bido a cierta parálisis <strong>de</strong> la pierna <strong>de</strong>recha, que era más corta que la otra y la obligaba<br />

a llevar un grueso tacón en el zapato, así como a ayudarse con un bastón al caminar. Era exactamente la clase <strong>de</strong> persona que, en Nueva York, hubiese vuelto loco a<br />

Tom con su lentitud y su invariable cortesía; pero allí, a bordo <strong>de</strong>l buque, Tom se sentía impulsado a pasar largas horas con ella, contándole cosas y oyéndola hablar <strong>de</strong><br />

su vida en Inglaterra, y <strong>de</strong> Grecia, don<strong>de</strong> no había estado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1926. Tom la acompañaba a dar breves paseos por cubierta y ella se apoyaba en su brazo, sin <strong>de</strong>jar<br />

<strong>de</strong> disculparse por las molestias que le estaba causando, aunque resultaba fácil ver que le encantaban tantas atenciones. Y la hija se mostraba visiblemente contenta <strong>de</strong><br />

que alguien la librase <strong>de</strong> su madre.<br />

Tom se <strong>de</strong>cía que tal vez mistress Cartwright había sido una verda<strong>de</strong>ra arpía en su juventud, que quizá era ella la culpable <strong>de</strong> todas las neurosis <strong>de</strong> su hija, a la que<br />

había absorbido hasta el punto <strong>de</strong> impedirle llevar una vida normal y casarse. Tom se <strong>de</strong>cía que tal vez se mereciese que la echasen a patadas por la borda, en vez <strong>de</strong><br />

llevarla a pasear por cubierta, escuchando sus historias durante horas y horas. Pero daba igual. <strong>El</strong> mundo no siempre daba a cada cual su merecido. Él mismo era un<br />

buen ejemplo <strong>de</strong> ello. Se consi<strong>de</strong>raba afortunado hasta extremos inimaginables por haber escapado sano y salvo pese a haber cometido dos asesinatos, afortunado<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el momento <strong>de</strong> adoptar la i<strong>de</strong>ntidad <strong>de</strong> Dickie hasta entonces. Durante la primera parte <strong>de</strong> su vida, la suerte se había mostrado tremendamente injusta con él,<br />

pero <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber conocido a Dickie, se había sentido más que suficientemente compensado. Pero presentía que algo iba a suce<strong>de</strong>r en Grecia, algo que no podía<br />

ser bueno. Hacía <strong>de</strong>masiado tiempo que duraba la buena racha. Si le atrapaban gracias a las huellas dactilares y al testamento, y le sentenciaban a la silla eléctrica, Tom<br />

pensaba que, por muy dolorosa que fuese semejante muerte, por muy trágico que fuese morir a los veinticinco años, todo quedaría compensado por los meses vividos<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> noviembre.<br />

Lo único que le dolía era no haber visto todo el mundo aún. Deseaba ver Australia. Y la India. Visitar el Japón. Después Sudamérica. Se <strong>de</strong>cía que el simple<br />

hecho <strong>de</strong> ir <strong>de</strong> país en país, admirando sus obras <strong>de</strong> arte, bastaba para llenar agradablemente toda una vida. Había aprendido mucho sobre la pintura, incluso al tratar<br />

<strong>de</strong> copiar los mediocres cuadros <strong>de</strong> Dickie. En las galerías <strong>de</strong> arte <strong>de</strong> París y Roma había <strong>de</strong>scubierto en sí mismo un interés por el arte que era nuevo en él,<br />

insospechado. No es que quisiera pintar, pero, <strong>de</strong> tener dinero, su mayor placer hubiera sido coleccionar cuadros que le gustasen y ayudar a los pintores jóvenes con<br />

<strong>talento</strong> y sin dinero.<br />

Su mente se iba por tales tangentes mientras paseaba con lady Cartwright por cubierta, o cuando escuchaba los monólogos, no siempre interesantes, <strong>de</strong> la buena<br />

señora. Lady Cartwright le consi<strong>de</strong>raba encantador. Días antes <strong>de</strong> llegar a Grecia, le dijo varias veces lo mucho que había hecho él para que el viaje le resultase<br />

agradable, y se pusieron a hacer planes para encontrarse en cierto hotel <strong>de</strong> Creta, el día dos <strong>de</strong> julio, ya que Creta era el único sitio don<strong>de</strong> se cruzaban sus respectivos<br />

itinerarios. Lady Cartwright viajaría en autobús. Tom asentía a todas sus sugerencias, aunque no esperaba volver a veda una vez hubieran <strong>de</strong>sembarcado. Se imaginaba<br />

la escena <strong>de</strong> su arresto y traslado a otro buque, o tal vez a un avión, para ser <strong>de</strong>vuelto a Italia. Que él supiese, no se había recibido ningún mensaje por radio<br />

relacionado con él, aunque estaba claro que, <strong>de</strong> haberse recibido, no iban a informarle forzosamente a él. <strong>El</strong> periódico <strong>de</strong>l buque —una simple hojita ciclostilada que<br />

cada noche, a la hora <strong>de</strong> la cena, todos los pasajeros hallaban junto a su cubierto—, no hablaba más que <strong>de</strong> política internacional, y no era <strong>de</strong> esperar que publicase<br />

noticia alguna sobre el caso Greenleaf, aun suponiendo que se hubiese producido algún acontecimiento importante. Durante los diez días <strong>de</strong>l viaje, Tom vivió inmerso en<br />

una extraña atmósfera <strong>de</strong> pre<strong>de</strong>stinación y <strong>de</strong> valor heroico y <strong>de</strong>sinteresado. Se imaginaba cosas muy extrañas: a la hija <strong>de</strong> lady Cartwright cayéndose por la borda y a

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