Tom <strong>de</strong>dujo que ella había estado buscando un poco <strong>de</strong> hilo con que coserse el sujetador, y se maldijo por no haber escondido los anillos en un sitio más seguro, en el forro <strong>de</strong> la maleta, por ejemplo. —No lo sé, verás —dijo Tom—. Pue<strong>de</strong> que fuese por capricho o por algo parecido. Ya sabes cómo es. Me dijo que si alguna vez le sucedía algo, quería que yo conservase los anillos. Marge puso cara <strong>de</strong> perplejidad. —¿Adón<strong>de</strong> iba? —A Palermo, en Sicilia. Tom sostenía el zapato con ambas manos, como si pensara utilizar el tacón <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra a guisa <strong>de</strong> arma. De pronto, por su mente cruzó fugazmente el modo como iba a hacerlo: golpeándola con el zapato y luego, tras sacarla a rastras por la puerta principal, la arrojaría al canal. Diría que ella se había caído al resbalar en el musgo y que, como era tan buena nadadora, él la había creído capaz <strong>de</strong> mantenerse a flote. Marge clavó la mirada en el estuche. —Entonces, es que realmente pensaba suicidarse. —Sí... si es así como prefieres mirarlo. Los anillos... hacen que tal posibilidad sea mayor. —¿Por qué no dijiste nada <strong>de</strong> esto antes? —Me olvidé por completo <strong>de</strong> los anillos. Los guardé para no per<strong>de</strong>rlos, el mismo día en que me los dio, y nunca se me ocurrió mirarlos otra vez. —Así que... se suicidó o cambió <strong>de</strong> i<strong>de</strong>ntidad..., ¿no es así? —En efecto. Tom hablaba con acento triste y firme a la vez. —Será mejor que se lo digas a míster Greenleaf. —Sí, lo haré. A míster Greenleaf y a la policía. —Prácticamente, esto lo aclara todo —dijo Marge. Tom retorcía el zapato entre sus manos, como si fuese un par <strong>de</strong> guantes, pero sin variar su posición porque Marge le estaba mirando fijamente, con una extraña mirada, sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> pensar. Tom se preguntó si ella ya lo sabría y simplemente le estaba engañando. —Ni siquiera puedo imaginarme a Dickie sin sus anillos —dijo Marge seriamente. Tom comprendió que ella no acertaba con la respuesta, que su mente distaba mucho <strong>de</strong> acercarse a la verdad. Entonces se tranquilizó y, hundiéndose en el sofá, fingió estar atareado poniéndose los zapatos. —Yo tampoco —dijo automáticamente. —Si no fuese tan tar<strong>de</strong>, llamaría ahora mismo a míster Greenleaf. Es probable que ya esté en la cama y, si se lo dijera, no dormiría en toda la noche, me consta. Tom intentaba meter el pie en el otro zapato, pero hasta sus <strong>de</strong>dos estaban como muertos, sin fuerza. Se estrujó el cerebro en busca <strong>de</strong> algo sensato que <strong>de</strong>cir. —Siento no haberlo dicho antes —dijo Tom con voz grave—. Fue una <strong>de</strong> esas... —Entiendo. Parece una tontería que míster Greenleaf haya contratado a un <strong>de</strong>tective ahora, ¿no crees? A Marge le temblaba la voz. Tom la miró y se dio cuenta <strong>de</strong> que estaba al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l llanto. En seguida comprendió que era la primera vez que ella admitía la posibilidad <strong>de</strong> que Dickie estuviera muerto, que probablemente lo estuviera. Tom se le acercó lentamente. —Lo siento, Marge. Sobre todo siento no haberte dicho antes lo <strong>de</strong> los anillos. La ro<strong>de</strong>ó con un brazo, aunque apenas hacía falta porque ella se apoyaba en él. Olió el perfume y pensó que probablemente era el Stradivari. —Esa es una <strong>de</strong> las razones <strong>de</strong> que estuviera seguro <strong>de</strong> que se había suicidado... al menos <strong>de</strong> que era probable. —Sí —dijo ella con un quejido. En realidad no estaba llorando, sólo se apoyaba en Tom con la cabeza rígidamente inclinada hacia abajo. Parecía alguien que acabase <strong>de</strong> conocer la noticia <strong>de</strong> alguna <strong>de</strong>función. Lo cual era cierto. —¿Quieres un coñac? —preguntó tiernamente. —No. —Ven, sentémonos en el sofá. Marge se sentó y Tom fue a por el coñac que guardaba en el otro extremo <strong>de</strong> la habitación. Llenó las copas y, al volverse, la muchacha no estaba. Tuvo el tiempo justo <strong>de</strong> ver cómo el bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la bata y los pies <strong>de</strong>snudos <strong>de</strong>saparecían en lo alto <strong>de</strong> la escalera. Supuso que prefería estar sola y <strong>de</strong>cidió subirle el coñac, pero luego lo pensó mejor. Probablemente el coñac no iba a servirle <strong>de</strong> nada. Tom comprendía cómo se sentía ella. Con movimientos solemnes, volvió a <strong>de</strong>jar las copas en el mueble bar. Tenía pensado verter en la botella el contenido <strong>de</strong> una copa solamente, pero vertió las dos y luego guardó la botella entre las otras. De nuevo se <strong>de</strong>jó caer en el sofá, con un pie colgando hacia fuera, <strong>de</strong>masiado cansado incluso para quitarse los zapatos. Tan cansado como <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> matar a Freddie Miles, o a Dickie en San Remo. Había estado tan cerca <strong>de</strong> volver a matar... Empezó a recordar la frialdad con que había pensado golpearla con el zapato, procurando no levantarle la piel por ninguna parte, y luego, con las luces apagadas para que nadie pudiese verles, arrastrada por el vestíbulo hacia la puerta principal: la rapi<strong>de</strong>z con que su mente había improvisado una explicación, que ella había resbalado por culpa <strong>de</strong>l musgo y que, creyéndola capaz <strong>de</strong> regresar nadando, él no se había lanzado al agua para rescatada ni había gritado pidiendo ayuda hasta que... En cierto modo, incluso había llegado a imaginar las palabras exactas que él y míster Greenleaf, consternados por el acci<strong>de</strong>nte, hubiesen dicho <strong>de</strong>spués; en su caso, la consternación hubiera sido pura apariencia. En su interior se hubiese sentido tan tranquilo y seguro <strong>de</strong> sí mismo como <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l asesinato <strong>de</strong> Freddie, porque su historia hubiese sido perfecta, igual que la <strong>de</strong> San Remo. Sus historias eran buenas porque siempre las imaginaba intensamente, tanto que él mismo llegaba a creérselas. Durante un momento oyó su propia voz que <strong>de</strong>cía: —... yo estaba allí, en los escalones, llamándola, convencido <strong>de</strong> que regresaría en cuestión <strong>de</strong> segundos, incluso sospechando que me estaba gastando una bromita... Pero no estaba seguro <strong>de</strong> que se hubiese hecho daño y ella estaba <strong>de</strong> tan buen humor allí en los escalones, junto a mí, escasos segundos antes... Tom se puso tenso. Era como un gramófono que estuviese sonando <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> su cabeza, como un pequeño drama que se estuviera representando allí mismo, en la sala <strong>de</strong> estar, sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo. Podía verse a sí mismo <strong>de</strong> pie, junto a las enormes puertas que se abrían al vestíbulo principal, hablando con la policía y con míster Greenleaf. Podía oír su propia voz y ver que le creían. Pero lo que parecía aterrorizarle no era aquel diálogo, ni la alucinante creencia <strong>de</strong> haberlo hecho (porque sabía que no era así), sino el recordarse a sí mismo <strong>de</strong> pie ante Marge, con el zapato en la mano e imaginándose todo aquello <strong>de</strong> un modo frío y metódico. Y el hecho <strong>de</strong> que hubiese sido la tercera vez. Las otras dos veces eran hechos, no frutos <strong>de</strong> su imaginación. Podía <strong>de</strong>cirse que no había querido hacerlo, pero lo había hecho, ésa era la verdad. No quería ser un asesino. A veces llegaba a olvidarse por completo <strong>de</strong> que había asesinado. Pero a veces, como le estaba sucediendo en aquellos momentos, le resultaba imposible olvidar. Sin duda, aquella noche lo había conseguido durante un rato, al pensar sobre el significado <strong>de</strong> las posesiones y sobre por qué le gustaba vivir en Europa. Con un gesto brusco, se volvió sobre un costado, y apoyó los dos pies en el sofá, sudando y temblando, preguntándose qué le estaba pasando, qué le había
pasado; si al día siguiente, al ver a míster Greenleaf, empezaría a soltar una serie <strong>de</strong> incoherencias sobre Marge cayéndose en el canal y él gritando para pedir ayuda, luego tirándose al agua sin po<strong>de</strong>r encontrarla. Aunque Marge estuviera allí con ellos, temía per<strong>de</strong>r el control <strong>de</strong> sí mismo y <strong>de</strong>latarse como un maníaco. Recordó que se veía obligado a hablar <strong>de</strong> los anillos con míster Greenleaf por la mañana, repitiendo la historia que había contado a Marge, añadiendo algunos <strong>de</strong>talles para hacerla más plausible. Empezó a inventárselos. Su cerebro recobró la serenidad. Se estaba imaginando la habitación <strong>de</strong> un hotel <strong>de</strong> Roma, Dickie y él <strong>de</strong> pie en ella, hablando, y Dickie quitándose ambos anillos para dárselos diciéndole: —Será mejor que no le cuentes a nadie esto...
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Annotation En "El talento de Mr. Ri
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con sus cuentas. Tom le había ayud
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2 Era ya más de medianoche cuando
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Tom sonrió. Con frecuencia pensaba
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mezquinos cheques. Numerosas veces
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un par de cafés y un restaurante c
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8 Tom alquiló una habitación en e
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paredes, Dickie había clavado con
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que se cerraba secamente. Marge se
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—Tengo la impresión de... —emp
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Dickie miró a Tom. —¿Nos vamos
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