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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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16<br />

Finalmente, esperó hasta que dieron las ocho, ya que sobre las siete las entradas y salidas <strong>de</strong> la casa eran más numerosas que durante el resto <strong>de</strong>l día. A las ocho<br />

menos diez bajó a la planta baja para asegurarse <strong>de</strong> que la signora Buffi no estuviese trajinando por allí y tuviese cerrada la puerta; a<strong>de</strong>más, quería estar<br />

completamente seguro <strong>de</strong> que no hubiese nadie en el coche <strong>de</strong> Freddie, aunque, horas antes, ya había bajado a comprobar que efectivamente el coche fuera el <strong>de</strong><br />

Freddie. Arrojó el abrigo <strong>de</strong>l muerto sobre el asiento <strong>de</strong> atrás. Volvió a subir al apartamento y, arrodillándose, colocó uno <strong>de</strong> los brazos <strong>de</strong>l cadáver alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> su<br />

cuello, apretó los dientes, y tiró hacia arriba. Dio varios traspiés al intentar apoyarse mejor en la espalda el cuerpo inerte <strong>de</strong> Freddie. También horas antes había<br />

ensayado la operación <strong>de</strong>l traslado, sin apenas lograr dar un paso <strong>de</strong>bido al peso <strong>de</strong>l cadáver, y en aquellos momentos el cadáver pesaba exactamente lo mismo que<br />

antes, pero había una diferencia: ahora tenía que sacarlo. Dejó que los pies <strong>de</strong> Freddie se arrastrasen, y <strong>de</strong> este modo consiguió aligerar un poco el peso, y se las<br />

arregló para cerrar la puerta con el codo. Luego empezó a bajar las escaleras. A mitad <strong>de</strong>l primer tramo, se <strong>de</strong>tuvo al oír que alguien salía <strong>de</strong> un apartamento <strong>de</strong>l<br />

segundo piso. Se quedó esperando a que quien fuese hubiera salido a la calle, y entonces reanudó su lento y vacilante <strong>de</strong>scenso.<br />

Había encasquetado uno <strong>de</strong> los sombreros <strong>de</strong> Dickie en la cabeza <strong>de</strong>l muerto, para ocultar el pelo sucio <strong>de</strong> sangre. Durante la última hora, había estado bebiendo<br />

una mezcla <strong>de</strong> ginebra y Pernod con el fin <strong>de</strong> alcanzar un estado <strong>de</strong> ebriedad perfectamente calculada y que le permitiera convencerse a sí mismo <strong>de</strong> que era capaz <strong>de</strong><br />

moverse con cierto aire <strong>de</strong> indiferencia y, al mismo tiempo, conservar el valor, incluso la temeridad, suficiente para arriesgarse sin pestañear. <strong>El</strong> primer riesgo, lo peor<br />

que podía pasarle, era que el peso <strong>de</strong> Freddie le hiciese caer antes <strong>de</strong> llegar al coche y meter el cadáver <strong>de</strong>ntro. Tom cumplió lo que se había jurado a sí mismo: no<br />

<strong>de</strong>tenerse a <strong>de</strong>scansar mientras bajaba las escaleras. Tampoco salió nadie más <strong>de</strong> alguno <strong>de</strong> los pisos, ni entró ningún vecino proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la calle. Durante las horas<br />

pasadas en el piso, Tom se había estado imaginando los posibles contratiempos que se encontraría al salir: la signora Buffi o su esposo saliendo <strong>de</strong> su vivienda en el<br />

preciso instante en que él llegaba al final <strong>de</strong> las escaleras; un <strong>de</strong>smayo que haría que le encontrasen tumbado en el suelo junto al cadáver; la posibilidad <strong>de</strong> que,<br />

habiendo <strong>de</strong>jado el cuerpo en el suelo para <strong>de</strong>scansar, luego no pudiera volver a alzarlo. Se lo había imaginado todo con tal intensidad, que ahora el simple hecho <strong>de</strong><br />

haber llegado abajo sin que se confirmara uno solo <strong>de</strong> sus temores le daba la sensación <strong>de</strong> estar protegido por alguna fuerza mágica que le hacía olvidarse <strong>de</strong>l enorme<br />

peso que transportaba en el hombro.<br />

Echó una ojeada a través <strong>de</strong> las cristaleras <strong>de</strong> la puerta. La calle parecía normal. Un hombre pasaba por la acera <strong>de</strong> enfrente, aunque siempre pasaba alguien por<br />

una <strong>de</strong> las aceras. Abrió la primera puerta con el pie y la cruzó arrastrando a Freddie. Antes <strong>de</strong> cruzar la otra puerta, cambió el peso <strong>de</strong> hombro, agachando la cabeza<br />

bajo el cadáver, y sintiéndose orgulloso <strong>de</strong> su propia fuerza, hasta que el dolor <strong>de</strong>l brazo que había quedado libre le hizo volver a la realidad. Tenía el brazo <strong>de</strong>masiado<br />

cansado siquiera para ro<strong>de</strong>ar la cintura <strong>de</strong> Freddie. Apretó más los dientes y. dando tumbos bajó los cuatro peldaños que daban a la acera, no sin golpearse una<br />

ca<strong>de</strong>ra contra la columna <strong>de</strong> piedra <strong>de</strong>l final <strong>de</strong> la balaustrada.<br />

Un hombre que venía por la acera aflojó el paso como si fuera a <strong>de</strong>tenerse, pero prosiguió su camino sin hacerlo.<br />

Tom <strong>de</strong>cidió que si alguien se le acercaba, le arrojaría tal vaharada <strong>de</strong> Pernod al rostro que no necesitarían preguntarle qué le pasaba. Mentalmente, Tom iba<br />

soltando maldiciones contra los transeúntes que cruzaban por su lado. Pasaron cuatro personas pero sólo dos le miraron. Se <strong>de</strong>tuvo un momento para que pasara un<br />

coche, luego, dando unos pasos rápidos y empujando, metió la cabeza <strong>de</strong> Freddie por la ventanilla <strong>de</strong>l coche y empujó lo bastante para que le bastara apoyar el<br />

cuerpo en el cadáver a fin <strong>de</strong> que no cayera mientras tomaba un respiro. Miró alre<strong>de</strong>dor, bajo la luz <strong>de</strong>l farol al otro lado <strong>de</strong> la calle, hacia las sombras que había frente<br />

a su casa.<br />

En aquel instante, el más pequeño <strong>de</strong> los hijos <strong>de</strong>l portero salió corriendo a la acera y echó calle abajo sin mirar hacia Tom. Entonces, un hombre que cruzaba la<br />

calle, pasó cerca <strong>de</strong>l coche sin apenas una mirada <strong>de</strong> sorpresa hacia el cuerpo doblado, con la cabeza metida <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l vehículo, que casi parecía estar en una pose<br />

natural. Tom pensó que, en realidad, era como si Freddie estuviese hablando con alguien que estaba <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l coche, aunque él, Tom, sabía perfectamente que la<br />

pose no era exactamente natural. Pero ésa era la ventaja <strong>de</strong> hallarse en Europa, don<strong>de</strong> nadie ayudaba a nadie, ni nadie se entrometía. De haber estado en América...<br />

—¿Necesita ayuda? —le dijo una voz en italiano.<br />

—Oh, no, no, grazie —contestó Tom, con una voz alegre <strong>de</strong> borracho—. Ya sé dón<strong>de</strong> vive éste —añadió en inglés, mascullando las palabras.<br />

<strong>El</strong> hombre movió la cabeza comprensivamente, sonrió y siguió su camino. Era un hombre alto y <strong>de</strong>lgado, vestido con una gabardina ligera, sin sombrero, y llevaba<br />

bigote. Tom confió en que no se acordase <strong>de</strong> él ni <strong>de</strong>l coche.<br />

Tom dio la vuelta al coche y tiró <strong>de</strong> Freddie para colocarlo en el asiento al lado <strong>de</strong>l conductor. Entonces se puso los guantes <strong>de</strong> piel que llevaba en el bolsillo <strong>de</strong> su<br />

gabardina y metió la llave <strong>de</strong> Freddie en el contacto. <strong>El</strong> coche arrancó obedientemente. Bajaron hasta la Via Veneto, pasaron por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> la Biblioteca Americana,<br />

por la Piazza Venecia, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> uno <strong>de</strong> cuyos balcones Mussolini solía soltar sus discursos; <strong>de</strong>jaron atrás el gigantesco monumento a Vittorio Emmanuele y cruzaron el<br />

Foro, pasando luego por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l Coliseo. Fue, en resumen, una gira muy completa por Roma, aunque a Freddie le era totalmente imposible gozarla. Parecía<br />

haberse dormido en el asiento <strong>de</strong> al lado, como a veces le sucedía a la gente cuando uno <strong>de</strong>seaba mostrarles el paisaje.<br />

La Via Appia Antica se abría ante él, gris y antigua bajo la tenue luz <strong>de</strong> los escasos faroles. A ambos lados <strong>de</strong> la calzada, recortadas sobre el cielo aún no <strong>de</strong>l todo<br />

oscurecido, se advertían las ruinas <strong>de</strong> las tumbas. La oscuridad iba avanzando, ganándole terreno a la luz. No se veía más que un coche, que se acercaba <strong>de</strong> frente, en<br />

dirección a Roma. Eran pocas las personas que se sentían inclinadas a viajar por aquella carretera llena <strong>de</strong> baches y mal iluminada, especialmente en el mes <strong>de</strong> enero,<br />

con la posible excepción <strong>de</strong> las parejas <strong>de</strong> enamorados. <strong>El</strong> coche pasó por su lado. Tom empezó a mirar a su alre<strong>de</strong>dor, buscando un lugar propicio. Se dijo que<br />

Freddie se merecía yacer <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> una tumba presentable. Observó un grupo <strong>de</strong> árboles que crecían junto a la carretera y <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> los cuales sin duda habría una<br />

tumba o los restos <strong>de</strong> una. Tom se <strong>de</strong>svió <strong>de</strong> la calzada al llegar junto a los árboles y apagó los faros. Aguardó un momento, mirando hacia ambos extremos <strong>de</strong> la vacía<br />

y recta carretera.<br />

<strong>El</strong> cuerpo <strong>de</strong> Freddie seguía tan fláccido como una muñeca <strong>de</strong> caucho. Tom se preguntó dón<strong>de</strong> estaría el rigor mortis consabido. Arrastró el cuerpo, ahora sin<br />

<strong>de</strong>masiadas contemplaciones, <strong>de</strong>jando que la cara rozase el polvo <strong>de</strong>l camino, hasta el último árbol <strong>de</strong>l grupo, y luego lo ocultó <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> las ruinas <strong>de</strong> una tumba. Se<br />

trataba <strong>de</strong> un arco que <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> haber sido la tumba <strong>de</strong> un patricio, pese a que apenas quedaba un metro <strong>de</strong> pared en pie. Tom se dijo que bastaba para el cerdo <strong>de</strong><br />

Freddie. Se puso a mal<strong>de</strong>cir el pesado cuerpo y, <strong>de</strong> pronto, <strong>de</strong>scargó un puntapié en la barbilla <strong>de</strong>l cadáver. Se sentía cansado, cansado hasta el punto <strong>de</strong> llorar,<br />

asqueado <strong>de</strong> ver el cuerpo <strong>de</strong> Freddie Miles, y le parecía que nunca iba a llegar el momento en que podría volverle la espalda <strong>de</strong>finitivamente. Todavía quedaba el<br />

abrigo, y Tom regreso al coche en su busca. Al volver con la prenda, advirtió que el terreno era seco y duro, por lo que seguramente no quedarían huellas <strong>de</strong> sus<br />

pasos. Arrojó el abrigo junto al cadáver y, girando vivamente sobre sus talones, emprendió el regreso hacia el coche, sin apenas sentir sus propias piernas a causa <strong>de</strong>l<br />

agotamiento.<br />

Mientras conducía hacia Roma, frotó la parte exterior <strong>de</strong> la portezuela con su mano enguantada, para borrar las huellas dactilares. Aquél era el único sitio <strong>de</strong>l<br />

coche don<strong>de</strong> había puesto las manos antes <strong>de</strong> enfundarse los guantes. Al llegar a la calle a cuyo extremo se hallaba la American Express, <strong>de</strong>jó el coche aparcado<br />

<strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l Florida, un club nocturno, y salió <strong>de</strong> él <strong>de</strong>jando la llave <strong>de</strong> contacto puesta. Conservaba en su bolsillo el billetero <strong>de</strong> Freddie, aunque ya había trasladado al

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