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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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Nunca se le había ocurrido que estaba viviendo en un «palacio», aunque, por supuesto, se trataba <strong>de</strong> lo que los italianos <strong>de</strong>nominaban «palazzo», es <strong>de</strong>cir, una<br />

casa <strong>de</strong> dos pisos, dotada <strong>de</strong> cierto empaque y con más <strong>de</strong> dos siglos <strong>de</strong> antigüedad, con una entrada principal sobre el Gran Canal, a la que sólo podía llegarse en<br />

góndola, <strong>de</strong> la que una amplia escalinata <strong>de</strong>scendía hasta el agua, y con unos portalones <strong>de</strong> hierro que tenían que abrirse utilizando una llave <strong>de</strong> veinte centímetros <strong>de</strong><br />

largo, sin contar las puertas normales, situadas <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> la <strong>de</strong> hierro, que también requerían una enorme llave. Por lo general, Tom se servía <strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> atrás,<br />

mucho menos impresionante, para sus entradas y salidas, salvo cuando <strong>de</strong>seaba impresionar a sus invitados llevándoles hasta su domicilio en góndola. La puerta <strong>de</strong><br />

atrás, que al igual que la pared <strong>de</strong> la casa medía sus buenos cuatro metros <strong>de</strong> alto, daba a un jardín bastante mal cuidado, aunque <strong>de</strong> abundante vegetación; en el jardín<br />

había un par <strong>de</strong> olivos retorcidos y un baño para los pájaros que consistía en la estatua <strong>de</strong> un muchacho <strong>de</strong>snudo sosteniendo una taza ancha y poco profunda. <strong>El</strong> jardín<br />

parecía hecho a la medida <strong>de</strong> un palacio veneciano: un tanto ruinoso, necesitado <strong>de</strong> unas reparaciones que nunca iban a efectuarse, pero bello pese a todo, porque su<br />

belleza había nacido dos siglos antes. <strong>El</strong> interior <strong>de</strong> la casa estaba a tono con la i<strong>de</strong>a que Tom tenía sobre lo que <strong>de</strong>bía ser el hogar <strong>de</strong> un joven soltero y civilizado, al<br />

menos en Venecia: en la planta baja el suelo era <strong>de</strong> mármol blanco y negro, parecido a un tablero <strong>de</strong> ajedrez, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la entrada conducía hasta cada una <strong>de</strong> las<br />

habitaciones; en el piso <strong>de</strong> arriba, el mármol era blanco y rosado, los muebles más que tales daban la impresión <strong>de</strong> ser la encarnación <strong>de</strong> la música <strong>de</strong>l Cinquecento<br />

interpretada por un conjunto <strong>de</strong> oboes, flautas dulces y violas da gamba. Tenía servicio, Anna y Ugo, un joven matrimonio italiano que ya antes habían servido en casa<br />

<strong>de</strong> un americano, en la misma Venecia, por lo que conocían la diferencia entre un Bloody Mary y una crème <strong>de</strong> menthe frappé, aparte <strong>de</strong> sacar brillo al mobiliario <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra tallada, hasta hacer que pareciese dotado <strong>de</strong> vida propia por los cambiantes reflejos que se advertían al pasar junto a él. Lo único con cierto aspecto <strong>de</strong><br />

mo<strong>de</strong>rnidad, aunque relativa, era el cuarto <strong>de</strong> baño. En el dormitorio <strong>de</strong> Tom había una cama gigantesca, más ancha que larga. Tom <strong>de</strong>coró la alcoba con una serie <strong>de</strong><br />

vistas panorámicas <strong>de</strong> Nápoles <strong>de</strong>s<strong>de</strong> 1540 hasta los alre<strong>de</strong>dores <strong>de</strong> 1880, que había encontrado en un anticuario. Durante una semana no se había ocupado <strong>de</strong> otra<br />

cosa que <strong>de</strong> <strong>de</strong>corar la casa. Era consciente <strong>de</strong> una firmeza en sus gustos que antes, en Roma, no había sentido ni se había reflejado en la <strong>de</strong>coración <strong>de</strong> su<br />

apartamento. Se sentía más seguro <strong>de</strong> sí mismo en todos los sentidos.<br />

Esa confianza en sí mismo le llevó incluso a escribir a la tía Dottie, empleando un tono afectuoso e indulgente que nunca había querido, o tal vez podido emplear<br />

antes. En la carta se interesaba por su salud y le preguntaba por el pequeño círculo <strong>de</strong> viejas chismosas que la tía Dottie frecuentaba en Boston; también le explicaba<br />

por qué le gustaba Europa y por qué pensaba vivir en ella durante una temporada, se lo explicaba con tanta elocuencia que copió ese pasaje <strong>de</strong> su carta y lo guardó en<br />

el escritorio. Escribió la inspirada carta una mañana <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sayuno, tranquilamente sentado en su dormitorio, enfundado en una bata <strong>de</strong> seda recién estrenada y<br />

que le habían hecho a medida en Venecia, <strong>de</strong>teniéndose <strong>de</strong> vez en cuando para contemplar el Gran Canal y la Torre <strong>de</strong>l Reloj <strong>de</strong> la Piazza San Marco. Después <strong>de</strong><br />

escribirla, se preparó un poco más <strong>de</strong> café y con la «Hermes» <strong>de</strong> Dickie se puso a escribir el testamento <strong>de</strong> éste, legándose a sí mismo todo el dinero que tenía Dickie<br />

en diversos bancos así como su renta mensual. Lo firmó con el nombre <strong>de</strong> Herbert Richard Greenleaf, Jr. Juzgó más pru<strong>de</strong>nte no añadir la firma <strong>de</strong> un testigo, ya que, si<br />

los bancos o míster Greenleaf ponían el testamento en duda, cabía la posibilidad <strong>de</strong> que quisieran saber quién era el testigo. Al principio había pensado en inventarse un<br />

nombre italiano para el supuesto testigo, que hubiese sido alguien a quien Dickie habría hecho firmar el testamento en Roma. Pero <strong>de</strong>scartó la i<strong>de</strong>a pensando que era<br />

mejor arriesgarse con un testamento no testificado y, por otra parte, la máquina <strong>de</strong> Dickie estaba tan estropeada que resultaba facilísimo i<strong>de</strong>ntificar sus rasgos, casi<br />

tanto como los <strong>de</strong> su escritura. A<strong>de</strong>más, tenía entendido que los testamentos ológrafos no requerían testigos. Pero la firma era perfecta, exactamente igual a la que<br />

había en el pasaporte <strong>de</strong> Dickie. Tom se pasó media hora practicándola antes <strong>de</strong> firmar el testamento, luego <strong>de</strong>scansó unos segundos, firmó en un pedazo <strong>de</strong> papel y,<br />

sin esperar más, firmó el documento. Se dijo que nadie iba a ser capaz <strong>de</strong> <strong>de</strong>mostrar que no era auténtico. Colocó un sobre en la máquina y lo dirigió «a quien pueda<br />

interesar», anotando asimismo que no <strong>de</strong>bía abrirse hasta el mes <strong>de</strong> junio <strong>de</strong> aquel mismo año. Lo guardó en un compartimento <strong>de</strong> la maleta, como si lo hubiese estado<br />

llevando allí durante cierto tiempo y sin saberlo. Luego bajó con la máquina y su estuche y los arrojó al pequeño brazo <strong>de</strong>l canal, <strong>de</strong>masiado estrecho para permitir el<br />

paso <strong>de</strong> una embarcación, que iba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> una <strong>de</strong> las esquinas <strong>de</strong>lanteras <strong>de</strong> la casa hasta el muro <strong>de</strong>l jardín. Se alegró <strong>de</strong> haberse librado <strong>de</strong> la máquina <strong>de</strong> escribir,<br />

aunque hasta entonces no había sentido <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong> ella. Pensó que en su subconsciente habría pensado utilizarla para escribir el testamento o alguna<br />

otra cosa <strong>de</strong> gran importancia, y que por eso la había conservado.<br />

Tom iba siguiendo las noticias sobre los casos Greenleaf y Miles en la prensa italiana y en la edición parisiense <strong>de</strong>l Herad Tribune, con la preocupación propia <strong>de</strong><br />

quien era amigo <strong>de</strong> ambos. A fines <strong>de</strong> marzo, los periódicos apuntaban la posibilidad <strong>de</strong> que Dickie hubiera sido asesinado por el mismo individuo o individuos que<br />

habían estado aprovechándose <strong>de</strong> la falsificación <strong>de</strong> su firma. Un periódico <strong>de</strong> Roma dijo que en Nápoles había un individuo que afirmaba que la firma <strong>de</strong> la carta<br />

recibida <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Palermo, <strong>de</strong>clarando no haber sido víctima <strong>de</strong> ninguna falsificación, era igualmente falsa. Otros, sin embargo, discrepaban. Alguien <strong>de</strong> la policía, aunque<br />

no se trataba <strong>de</strong> Roverini, opinaba que el culpable o culpables era alguien íntimamente relacionado con Greenleaf, alguien que había dado con la carta <strong>de</strong>l banco y que,<br />

con toda la <strong>de</strong>sfachatez, había optado por contestarla personalmente. Según la prensa, el policía había dicho:<br />

«<strong>El</strong> misterio estriba no sólo en quién falsificó la carta, sino en cómo la misma fue a caer en sus manos, ya que el portero <strong>de</strong>l hotel <strong>de</strong> Palermo recuerda que se la<br />

entregó personalmente a Greenleaf y que la carta era certificada. A<strong>de</strong>más, el portero recuerda que Greenleaf iba siempre solo durante su estancia en Palermo...»<br />

Tom se estremeció al leer la noticia, aunque ésta no hacía más que confirmar que la policía seguía dando palos <strong>de</strong> ciego en torno a la verdad <strong>de</strong> lo sucedido, sin<br />

llegar nunca a dar en el blanco. Pero ya sólo bastaba que diesen un paso, y parecía probable que alguien lo diese sin tardar. Tom se preguntó si sabrían ya la respuesta,<br />

pero la ocultaban con el fin <strong>de</strong> cogerle <strong>de</strong>sprevenido. <strong>El</strong> teniente Roverini, por ejemplo, le ponía al corriente <strong>de</strong> las investigaciones con cierta frecuencia. Tom temía que,<br />

cuando menos lo esperase, cayesen sobre él con todas las pruebas que habían logrado reunir.<br />

Empezó a creer que le vigilaban, especialmente cuando caminaba por la calle estrecha y larga que conducía a la puerta <strong>de</strong> atrás. La Viale San Spiridone era una<br />

simple hendidura entre los muros <strong>de</strong> las casas, abierta para permitir el paso <strong>de</strong> la gente; en ella no había ninguna tienda y la luz era apenas suficiente para que Tom<br />

pudiera ver adón<strong>de</strong> iban sus pasos; no había nada excepto una sucesión ininterrumpida <strong>de</strong> fachadas con sus correspondientes puertas, firmemente cerradas con llave, a<br />

ras con la misma fachada. En caso <strong>de</strong> ser atacado, no había adón<strong>de</strong> huir, ni ningún portal en el que escon<strong>de</strong>rse. Tom no pensaba específicamente en la policía al<br />

imaginar un ataque contra su persona, sino que sus atacantes eran cosas o seres sin nombre, sin forma, rondando constantemente su cerebro como las furias. <strong>Sol</strong>amente<br />

se sentía tranquilo al transitar por la Viale San Spiridone cuando llevaba unas cuantas copas <strong>de</strong> más; entonces recorría la calle con paso arrogante y silbando.<br />

A menudo le invitaban a reuniones y fiestas, aunque sólo asistió a dos <strong>de</strong> ellas durante las primeras dos semanas <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> instalarse en su nuevo domicilio.<br />

Contaba también con un círculo <strong>de</strong> amista<strong>de</strong>s bastante amplio gracias a un pequeño inci<strong>de</strong>nte que le ocurrió al empezar a buscar casa. Un corredor <strong>de</strong> fincas le llevó a<br />

visitar cierta casa <strong>de</strong> la parroquia <strong>de</strong> San Stefano. Al llegar se encontraron con que, no sólo no estaba <strong>de</strong>shabitada como creían, sino que, a<strong>de</strong>más, sus ocupantes<br />

estaban celebrando una reunión. La anfitriona les rogó que se quedasen a tomar una copa para compensarles la molestia <strong>de</strong> haberse <strong>de</strong>splazado hasta allí inútilmente, y<br />

también para que le perdonasen su <strong>de</strong>scuido, ya que, un mes antes, había <strong>de</strong>cidido alquilar la casa, cambiando <strong>de</strong> parecer algo más tar<strong>de</strong> sin acordarse <strong>de</strong> avisar al<br />

corredor <strong>de</strong> fincas. Tom aceptó la invitación y se quedó, comportándose con su habitual reserva y cortesía. Le fueron presentando a cada uno <strong>de</strong> los invitados, que él<br />

supuso miembros <strong>de</strong> la colonia <strong>de</strong> gentes acomodadas que pasaban el invierno en Venecia. A juzgar por la calurosa acogida que le dispensaron, anhelaban ver caras<br />

nuevas, e incluso se brindaron para ayudarle a buscar casa. Naturalmente, su nombre no les era <strong>de</strong>sconocido y el hecho <strong>de</strong> conocer a Dickie Greenleaf hizo que su<br />

cotización social subiera hasta extremos que a él mismo le sorprendieron. Resultaba obvio que empezarían a lloverle invitaciones <strong>de</strong> todas partes y que, para aliviar un<br />

poco el aburrimiento en que transcurrían sus vidas, tratarían <strong>de</strong> sonsacarle cuanto pudieran sobre el suceso. Tom adoptó una actitud reservada y amistosa a la vez,<br />

como era <strong>de</strong> rigor en un joven <strong>de</strong> su posición, sensible, y nada acostumbrado a verse envuelto en asuntos <strong>de</strong>sagradables y que, con respecto a Dickie, su principal<br />

emoción era la ansiedad que su posible suerte le inspiraba.

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