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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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Tom siguió caminando, sin <strong>de</strong>cir nada. Despreciaba a la gente como aquélla, pero no podía <strong>de</strong>círselo a Marge porque, al fin y al cabo, la muchacha era una <strong>de</strong><br />

ellos.<br />

Recogieron a míster Greenleaf en el hotel. Todavía era temprano para cenar, <strong>de</strong> manera que se sentaron en un café para tomar el aperitivo. Durante la cena, Tom<br />

se esforzó en ser amable y llevar una conversación animada; pretendía así borrar la mala impresión causada por su estallido <strong>de</strong> nervios al salir <strong>de</strong> la fiesta. Míster<br />

Greenleaf estaba <strong>de</strong> buen humor. Acababa <strong>de</strong> llamar a su esposa y la había encontrado muy animosa. <strong>El</strong> médico que la atendía llevaba diez días probando unas nuevas<br />

inyecciones y, al parecer, ella respondía al tratamiento mucho mejor que a los que lo habían precedido.<br />

La cena transcurrió tranquilamente. Tom contó un chiste inocente y mo<strong>de</strong>radamente divertido que hizo reír a Marge bulliciosamente. Míster Greenleaf se empeñó<br />

en pagar la cuenta y luego, al salir, dijo que quería regresar al hotel porque no se encontraba bien <strong>de</strong>l todo. Al verle escoger cuidadosamente un plato <strong>de</strong> pasta,<br />

prescindiendo <strong>de</strong> la ensalada, Tom supuso que su mal era el <strong>de</strong> casi todos los turistas. Estuvo a punto <strong>de</strong> aconsejarle un remedio excelente que podía adquirirse en<br />

cualquier farmacia, pero míster Greenleaf no era <strong>de</strong> la clase <strong>de</strong> hombres a quien podía hablarse <strong>de</strong> aquello, aun estando a solas.<br />

Míster Greenleaf anunció que se iba a Roma el día siguiente, y Tom prometió telefonearle alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> las nueve <strong>de</strong> la mañana para enterarse <strong>de</strong> en qué tren se<br />

iba. Marge se iba con él a Roma y le era indiferente salir a una hora o a otra. Regresaron caminando al Gritti. Míster Greenleaf, con su severo rostro <strong>de</strong> industrial<br />

asomando <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l sombrero, parecía un pedazo <strong>de</strong> Madison Avenue recorriendo las estrechas y zigzagueantes callejuelas.<br />

—Siento muchísimo no haber podido estar con usted más tiempo —dijo Tom, ya ante el hotel.<br />

—Lo mismo digo, muchacho. Pue<strong>de</strong> que otra vez...<br />

Míster Greenleaf le dio unos golpecitos en la espalda. Mientras regresaba caminando a casa con Marge, Tom se sentía invadido por una alegría <strong>de</strong>sbordante,<br />

consciente <strong>de</strong> que todo había salido a pedir <strong>de</strong> boca. Marge charlaba <strong>de</strong> cosas sin importancia y soltaba risitas <strong>de</strong> colegiala traviesa, pues se le había roto una tira <strong>de</strong>l<br />

sujetador y tenía que sostenerlo en su lugar con la mano. Tom iba pensando en la carta recibida aquella tar<strong>de</strong>, la primera que recibía <strong>de</strong> Bob Delancey —exceptuando<br />

una postal <strong>de</strong> mucho tiempo antes—, en la que Bob le <strong>de</strong>cía que la policía había estado haciendo indagaciones en su casa sobre un supuesto frau<strong>de</strong> en la <strong>de</strong>claración<br />

<strong>de</strong> renta. Al parecer, el autor <strong>de</strong>l frau<strong>de</strong> se había valido <strong>de</strong> la dirección <strong>de</strong> Bob para recibir los cheques, que había recogido por el sencillo procedimiento <strong>de</strong> sacarlos<br />

<strong>de</strong>l buzón don<strong>de</strong> el cartero los <strong>de</strong>jaba. También había interrogado al cartero, que dijo recordar que en los sobres constaba el nombre <strong>de</strong> un tal George McAlpin. Bob<br />

parecía tomárselo a broma a juzgar por lo que <strong>de</strong>cía al <strong>de</strong>scribir la reacción <strong>de</strong> los que estaban en su casa al ser interrogados por la policía. <strong>El</strong> misterio consistía en<br />

quién había cogido las cartas dirigidas a George McAlpin. La noticia había tranquilizado a Tom, porque el episodio <strong>de</strong> sus frau<strong>de</strong>s con la <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> renta llevaba<br />

tiempo rondándole por la cabeza, y estaba convencido <strong>de</strong> que tar<strong>de</strong> o temprano se abriría una investigación sobre el mismo. Se alegró <strong>de</strong> que la cosa no hubiese ido a<br />

más. Le costaba imaginarse <strong>de</strong> qué modo la policía lograría relacionar los nombres <strong>de</strong> Tom <strong>Ripley</strong> y George McAlpin. A<strong>de</strong>más, como <strong>de</strong>cía Bob en su carta, el<br />

estafador ni tan sólo había tratado <strong>de</strong> cobrar los cheques.<br />

Se sentó en la sala <strong>de</strong> estar con la intención <strong>de</strong> leer nuevamente la carta <strong>de</strong> Bob. Marge se fue a su habitación para hacer la maleta y acostarse. También Tom se<br />

sentía cansado, pero la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que recobraría la libertad al día siguiente, cuando Marge y míster Greenleaf se hubiesen ido, le resultaba tan grata que no le hubiera<br />

importado quedarse velando toda la noche, pensando una y otra vez en ella. Se quitó los zapatos para poner los pies sobre el sofá y, recostándose en un cojín, siguió<br />

leyendo la carta <strong>de</strong> Bob:<br />

«...La policía cree que se trata <strong>de</strong> un extraño que venía a recoger las cartas, ya que ninguno <strong>de</strong> los vagos que hay en la casa tiene trazas <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>lincuente...»<br />

Resultaba extraño leer cosas sobre la gente que conocía en Nueva York: Ed y Lorraine, la tonta que había intentado colarse <strong>de</strong> polizón en su camarote el día <strong>de</strong><br />

su salida <strong>de</strong> Nueva York. Resultaba extraño y nada atractivo. Tom reflexionó sobre lo tristes que eran sus vidas en Nueva York, entrando y saliendo <strong>de</strong>l metro, como<br />

hormigas, frecuentando algún sórdido bar <strong>de</strong> la Tercera Avenida para distraerse, mirando la televisión. Incluso si tenían dinero suficiente para ir <strong>de</strong> vez en cuando a<br />

algún bar <strong>de</strong> Madison Avenue, o a un buen restaurante, todo resultaba sórdido al compararlo con la más mísera <strong>de</strong> las trattorias <strong>de</strong> Venecia, con sus mesas con platos<br />

<strong>de</strong> ensalada, ban<strong>de</strong>jas <strong>de</strong> quesos maravillosos, con sus amables camareros que servían el mejor vino <strong>de</strong>l mundo.<br />

«¡Créeme que te envidio al pensar que te encuentras cómodamente instalado en un viejo palazzo veneciano!», le escribía Bob. «¿Das muchos paseos en góndola?<br />

¿Cómo son las chicas? ¿Es que estás haciendo tanta cultura que al volver no querrás dirigimos la palabra? Por cierto, ¿cuánto tiempo estarás ahí?»<br />

«Eternamente», pensó Tom, diciéndose que tal vez nunca regresaría a los Estados Unidos. No era el simple hecho <strong>de</strong> estar en Europa lo que le hacía pensar <strong>de</strong><br />

aquella manera, sino las veladas que había pasado solo, en Venecia y en Roma, tumbado en un sofá haciendo planes sobre los mapas u hojeando una guía <strong>de</strong> viaje;<br />

veladas <strong>de</strong>dicadas a contemplar sus trajes —suyos y <strong>de</strong> Dickie—, a acariciar los anillos <strong>de</strong> Dickie que llevaba en los <strong>de</strong>dos y a pasar la mano, amorosamente, por la<br />

maleta <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> antílope comprada en Gucci. Había limpiado la maleta con un producto especial fabricado en Inglaterra, y no es que la maleta estuviese sucia, ya que<br />

la cuidaba muy bien, sino que lo hacía para protegerla. Amaba poseer cosas, no en gran cantidad, sino unas pocas y escogidas, <strong>de</strong> las que no quería <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse,<br />

pensando que eran ellas lo que infundía respeto hacia uno mismo. Sus bienes le recordaban que existía y le hacían disfrutar <strong>de</strong> esa existencia. No había que darle más<br />

vueltas. ¿Y acaso eso no valía mucho? Existía. No había en el mundo mucha gente que supiera hacerlo, aun contando con el dinero necesario. En realidad no hacía falta<br />

disponer <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s sumas <strong>de</strong> dinero, bastaba con cierta seguridad. Él ya había estado cerca <strong>de</strong> ella, incluso en sus días con Marc Priminger. Eran las cosas que poseía<br />

Marc lo que le había atraído a su casa, pero no eran suyas, <strong>de</strong> Tom, y resultaba imposible empezar a comprarse cosas para uno mismo cuando se ganaban solamente<br />

cuarenta dólares semanales. Aun economizando al máximo, le hubiese costado los mejores años <strong>de</strong> su vida el llegar a po<strong>de</strong>r comprarse las cosas que le gustaban. <strong>El</strong><br />

dinero <strong>de</strong> Dickie le servía sólo para cobrar cierto empuje en el camino que llevaba recorriendo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía tiempo. Le serviría para visitar Grecia, para coleccionar<br />

cerámica etrusca si le apetecía (acababa <strong>de</strong> leer un interesante libro sobre el tema, escrito por un americano resi<strong>de</strong>nte en Roma), para hacerse socio <strong>de</strong> alguna sociedad<br />

artística e incluso hacer alguna donación a la misma. Le permitía disponer <strong>de</strong> tiempo libre para, por ejemplo, quedarse leyendo a Malraux hasta tar<strong>de</strong>, como pensaba<br />

hacer aquella misma noche, sin preocuparse por tener que levantarse temprano por la mañana, para ir al trabajo. Acababa <strong>de</strong> comprarse los dos volúmenes <strong>de</strong> la<br />

Psychologie <strong>de</strong> l'Art, <strong>de</strong> Malraux, y los estaba leyendo con gran placer, directamente <strong>de</strong>l francés, con la ayuda <strong>de</strong> un diccionario. Se le ocurrió que podía echar un<br />

sueñecito y luego, sin importar la hora que fuese, leer un poco más. A pesar <strong>de</strong> los espressos, experimentaba una sensación <strong>de</strong> agradable sopor. La curva <strong>de</strong> la esquina<br />

<strong>de</strong>l sofá se adaptaba a sus hombros como el brazo <strong>de</strong> otra persona, mejor dicho, mejor que el brazo <strong>de</strong> otra persona. Decidió pasar la noche allí mismo. Era más<br />

cómodo que el sofá <strong>de</strong> arriba. Subiría a por una manta y luego volvería a bajar.<br />

—¿Tom?<br />

Abrió los ojos. Marge bajaba por la escalera, <strong>de</strong>scalza. Tom se incorporó. Marge llevaba en la mano el estuche don<strong>de</strong> él guardaba los anillos <strong>de</strong> Dickie.<br />

—Acabo <strong>de</strong> encontrar los anillos <strong>de</strong> Dickie aquí <strong>de</strong>ntro —dijo la muchacha, casi sin aliento.<br />

—Oh, es que me los dio... para que se los cuidase.<br />

Tom se puso en pie.<br />

—¿Cuándo?<br />

—Me parece que fue en Roma.<br />

Tom dio un paso atrás y tropezó con un zapato. Se agachó para recogerlo, y más que nada lo hizo para aparentar serenidad.<br />

—Y él, ¿qué pensaba hacer? ¿Por qué te los dio a ti?

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