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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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26<br />

Tom albergaba la esperanza <strong>de</strong> que Marge se hubiese olvidado <strong>de</strong> la invitación al cóctel que daba el anticuario en el Danieli, pero no fue así. Sobre las cuatro <strong>de</strong><br />

la tar<strong>de</strong>, míster Greenleaf se retiró a su hotel para <strong>de</strong>scansar; tan pronto se hubo ido, Marge le recordó que el cóctel era a las cinco.<br />

—¿De veras tienes ganas <strong>de</strong> ir? —preguntó Tom—. Ni siquiera recuerdo cómo se llama ese hombre.<br />

—Maloof. M-a-l-o-o-f —dijo Marge—. Sí, me gustaría ir. No hace falta que nos que<strong>de</strong>mos allí mucho rato.<br />

Y dio el asunto por concluido. Lo que Tom más aborrecía era el espectáculo en que se convirtieron ellos dos, nada menos que dos <strong>de</strong> los principales<br />

protagonistas <strong>de</strong>l caso Greenleaf, moviéndose entre los invitados con igual disimulo que dos acróbatas en la pista <strong>de</strong> un circo, bajo la luz <strong>de</strong> los focos. Tom sabía que<br />

no eran más que un par <strong>de</strong> nombres que míster Maloof había atrapado para mayor gloria suya, una especie <strong>de</strong> invitados <strong>de</strong> honor. No le cabía la menor duda <strong>de</strong> que<br />

míster Maloof habría estado diciendo a todo el mundo que Marge Sherwood y Tom <strong>Ripley</strong> iban a asistir a su recepción. A Tom le parecía in<strong>de</strong>cente, igual que la forma<br />

en que Marge trataba <strong>de</strong> justificar su mareo diciendo sencillamente que no estaba en absoluto preocupada por la <strong>de</strong>saparición <strong>de</strong> Dickie Greenleaf. Tom llegó incluso a<br />

pensar que la muchacha engullía un martini tras otro por el simple hecho <strong>de</strong> que eran gratis, como si Tom no pudiera darle cuantos le apetecieran en su propia casa, o<br />

no pensase invitarla a unos cuantos más, por la noche, al ir a cenar con míster Greenleaf.<br />

Tom se bebió una sola copa, a sorbitos, y logró permanecer todo el rato en el extremo <strong>de</strong> la sala opuesta a don<strong>de</strong> se hallaba Marge. Reconocía ser amigo <strong>de</strong><br />

Dickie Greenleaf, cuando alguien iniciaba la conversación preguntándole si lo era, pero a Marge la conocía sólo superficialmente.<br />

—La señorita Sherwood está invitada en mi casa —<strong>de</strong>cía con una sonrisa preocupada.<br />

—¿Dón<strong>de</strong> está míster Greenleaf? ¡Qué lástima que no haya venido con uste<strong>de</strong>s! —dijo míster Maloof acercándose tan furtivamente como un elefante.<br />

Llevaba en la mano un Manhattan en una enorme copa <strong>de</strong> champán. Llevaba también un traje <strong>de</strong> tweed a cuadros, muy chillón, hecho en Inglaterra. Tom supuso<br />

que los ingleses fabricaban aquella clase <strong>de</strong> paño a regañadientes, sólo para vendérselo a los americanos como Rudy Maloof.<br />

—Creo que míster Greenleaf está <strong>de</strong>scansando —dijo Tom—. Le veremos más tar<strong>de</strong> para cenar.<br />

—¡Oh! —exclamó el señor Maloof—. ¿Han visto los periódicos <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>?<br />

La pregunta la hizo cortésmente, poniendo cara <strong>de</strong> respeto y solemnidad.<br />

—Sí —contestó Tom.<br />

Míster Maloof movió la cabeza afirmativamente y no dijo nada más. Tom se preguntó qué noticia estúpida le hubiera comunicado <strong>de</strong> no haberle dicho que ya los<br />

había leído. La prensa <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>cía que míster Greenleaf había llegado a Venecia y se alojaba en el Gritti Palace. No <strong>de</strong>cían nada <strong>de</strong> que un <strong>de</strong>tective americano<br />

<strong>de</strong>biera llegar a Roma aquel mismo día, o cualquier otro día, y eso hizo que Tom pusiera en duda lo que míster Greenleaf había dicho al respecto. Supuso que se<br />

trataba <strong>de</strong> una historia cualquiera, parecida a las que contaban muchas personas y que no guardaban ni la más mínima relación con la verdad, igual que a él le sucedía<br />

con sus temores imaginarios, que no le servían más que para avergonzarse <strong>de</strong> sí mismo, al cabo <strong>de</strong> un par <strong>de</strong> semanas, por haber creído en ellos. Uno <strong>de</strong> ellos era, por<br />

ejemplo, el haber creído que Marge y Dickie tenían una aventura amorosa, o estaban a punto <strong>de</strong> tenerla, en Mongibello; <strong>de</strong> modo parecido, en febrero había creído<br />

que el asunto <strong>de</strong> los cheques falsos iba a echarlo todo a per<strong>de</strong>r si él seguía haciéndose pasar por Dickie Greenleaf. Lo cierto era que el asunto ya estaba olvidado; lo<br />

último que sabía Tom era que siete <strong>de</strong> los diez grafólogos americanos <strong>de</strong>fendían la autenticidad <strong>de</strong> la firma. De no ser por sus temores infundados, Tom hubiese podido<br />

firmar una remesa más y seguir representando in<strong>de</strong>finidamente el papel <strong>de</strong> Dickie Greenleaf. Tom apretó las mandíbulas y frunció el entrecejo, escuchando a medias lo<br />

que <strong>de</strong>cía el anfitrión. Míster Maloof trataba <strong>de</strong>sesperadamente <strong>de</strong> dar la impresión <strong>de</strong> ser una persona seria e inteligente <strong>de</strong>scribiendo su expedición a las islas <strong>de</strong><br />

Murano y Burano aquella mañana, mientras Tom, inmerso en sus propios pensamientos, se <strong>de</strong>cía que tal vez era cierta la historia <strong>de</strong>l <strong>de</strong>tective privado que le había<br />

contado míster Greenleaf, o al menos lo era hasta que se <strong>de</strong>mostrase lo contrario. Se hizo el propósito <strong>de</strong> que ni el más leve parpa<strong>de</strong>o revelase sus temores.<br />

Distraídamente, contestó a algo que míster Maloof acababa <strong>de</strong> <strong>de</strong>cirle y el otro se echó a reír neciamente y se alejó <strong>de</strong> él. Tom siguió sus amplias espaldas con<br />

ojos cargados <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprecio, consciente <strong>de</strong> que se estaba comportando groseramente y <strong>de</strong> que <strong>de</strong>bía hacer un esfuerzo por recobrar la compostura, ya que la cortesía,<br />

incluso <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> semejante hatajo <strong>de</strong> anticuarios <strong>de</strong> segunda categoría y compradores <strong>de</strong> quincallería (había tenido oportunidad <strong>de</strong> verlo al <strong>de</strong>jar su abrigo junto a los<br />

<strong>de</strong> los <strong>de</strong>más), formaba parte <strong>de</strong> su interpretación <strong>de</strong>l perfecto caballero. Pero aquella gente le recordaba <strong>de</strong>masiado a la que había <strong>de</strong>jado atrás, en Nueva York, y<br />

por eso le ponían <strong>de</strong> mal humor, haciéndole sentir ganas <strong>de</strong> huir a toda prisa.<br />

Marge era la causa <strong>de</strong> que estuviese allí, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> todo, la única causa, y a ella le echaba la culpa. Bebió un sorbo <strong>de</strong> su martini y, alzando los ojos hacia el<br />

techo, pensó que sólo en cuestión <strong>de</strong> unos meses sus nervios y su paciencia se habituarían a tratar con gente como aquélla, suponiendo que volviera a encontrarse<br />

ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> semejantes cretinos. Al menos, algo había a<strong>de</strong>lantado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su marcha <strong>de</strong> Nueva York, y seguiría haciéndolo. Sin apartar la vista <strong>de</strong>l techo, Tom pensó en<br />

hacer un viaje hasta Grecia, partiendo <strong>de</strong> Venecia para bajar por el Adriático hasta llegar al mar jónico y Creta. Decidió hacerlo en verano, en junio. La palabra «junio»<br />

evocaba multitud <strong>de</strong> cosas agradables: <strong>de</strong>scanso, tranquilidad, sol a raudales... Pero su ensueño duró solamente unos segundos. Las voces chillonas, con acento<br />

americano, nuevamente se abrieron paso en sus oídos y se le clavaron como garras en los nervios <strong>de</strong> sus hombros y espalda. Involuntariamente, se apartó <strong>de</strong> don<strong>de</strong><br />

estaba, dirigiéndose hacia Marge. Sólo había otras dos mujeres en la estancia, las horribles esposas <strong>de</strong> los no menos horribles hombres <strong>de</strong> negocios, y Marge, forzoso<br />

era reconocerlo, era mejor parecida que ellas, aunque su voz era peor; como la <strong>de</strong> las otras dos, sólo que peor.<br />

Estuvo en un tris <strong>de</strong> indicar a Marge que era hora <strong>de</strong> marcharse, pero, como era inconcebible que fuese el hombre quien hiciese tal proposición, no dijo nada y se<br />

limitó a unirse al grupo <strong>de</strong> Marge con cara sonriente. Alguien le llenó <strong>de</strong> nuevo la copa. Marge estaba hablando <strong>de</strong> Mongibello, <strong>de</strong> su libro, y los tres hombres calvos,<br />

canosos y con la cara llena <strong>de</strong> arrugas la escuchaban como si estuvieran en trance.<br />

Cuando la misma Marge, minutos más tar<strong>de</strong>, sugirió que se fuesen, les costó horrores librarse <strong>de</strong> Maloof y su cohorte, que ya estaban algo más borrachos que<br />

antes e insistían en que todos, míster Greenleaf incluido, cenasen juntos.<br />

—¡Para eso está Venecia... para pasarlo bien! —repetía míster Maloof, como un imbécil, aprovechando para enlazar su brazo con el <strong>de</strong> Marge y magullarla un<br />

poco al tratar <strong>de</strong> hacerla quedarse. Tom pensó que era una suerte que todavía no hubiese cenado, ya que lo hubiese vomitado todo allí mismo.<br />

—¿Qué número tiene míster Greenleaf? ¡Vamos a llamarle!<br />

—Será mejor que nos larguemos —dijo Tom susurrando al oído a la muchacha.<br />

La cogió <strong>de</strong>l brazo y empezó a conducirla hacia la puerta. Los dos repartían gestos y sonrisas <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida a diestra y siniestra.<br />

—Pero... ¿Pue<strong>de</strong> saberse qué te pasa? —preguntó ella al llegar al pasillo.<br />

—Nada. Sólo que esto se estaba <strong>de</strong>sbocando —dijo Tom, sonriendo para quitar importancia a sus palabras.<br />

Marge estaba un poco bebida, pero no lo bastante para no po<strong>de</strong>r ver que algo le sucedía a él. Tom advirtió que estaba sudando y se secó la frente.<br />

—Esa clase <strong>de</strong> gente me saca <strong>de</strong> quicio—dijo Tom—. Apenas nos conocen, ni falta que nos hace, y se pasan el rato hablando <strong>de</strong> Dickie. ¡Me ponen enfermo!<br />

—Pues es raro. A mí nadie me ha hablado <strong>de</strong> él, ni siquiera han sacado a relucir su nombre. Creí que las cosas iban mucho mejor que ayer, en casa <strong>de</strong> Peter.

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