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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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período <strong>de</strong> prueba. Comprendo que esto no te interesará, papá, pero como siempre me estás preguntando en qué empleo el tiempo, te lo digo.<br />

Llevaré una vida muy tranquila y estudiosa hasta el próximo verano.<br />

A propósito, me gustaría que mandases los últimos prospectos <strong>de</strong> Burke-Greenleaf. Me gusta estar al día <strong>de</strong> lo que hacéis, y ya hace mucho<br />

tiempo que no he visto nada.<br />

Mamá, espero que no te hayas tomado <strong>de</strong>masiadas molestias por mí con vistas a las Navida<strong>de</strong>s. En realidad no me hace falta ninguna cosa que<br />

yo sepa. ¿Cómo te encuentras? ¿Pue<strong>de</strong>s salir <strong>de</strong> casa muy a menudo? Ya sabes, al cine, al teatro. ¿Cómo está el tío Edward? Dadle mis recuerdos y<br />

no <strong>de</strong>jéis <strong>de</strong> escribirme.<br />

Con cariño,<br />

Dickie.<br />

Tom la leyó <strong>de</strong> cabo a rabo, se dijo que había probablemente un exceso <strong>de</strong> comas y, haciendo acopio <strong>de</strong> paciencia, la volvió a escribir y luego la firmó. En una<br />

ocasión había visto una carta <strong>de</strong> Dickie a sus padres, puesta en la máquina <strong>de</strong> escribir y sin terminar, y tenía una i<strong>de</strong>a bastante exacta <strong>de</strong>l estilo <strong>de</strong> Dickie. Sabía que<br />

Dickie nunca había empleado más <strong>de</strong> diez minutos en escribir. Tom pensó que si la <strong>de</strong> ahora era distinta lo sería sólo por ser un tanto más personal y entusiástica que<br />

<strong>de</strong> costumbre. Al leerla por segunda vez, se sintió bastante contento. <strong>El</strong> tío Edward era hermano <strong>de</strong> mistress Greenleaf, y ésta, en una <strong>de</strong> sus últimas cartas, <strong>de</strong>cía que<br />

estaba en Chicago, en el hospital, aquejado <strong>de</strong> cáncer.<br />

Al cabo <strong>de</strong> unos días cogió el avión para París. Antes <strong>de</strong> partir <strong>de</strong> Roma llamó al Inghilterra: no había cartas ni llamadas telefónicas para Richard Greenleaf.<br />

Aterrizó en Orly a las cinco <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>. Le sellaron el pasaporte sin que el funcionario se fijase apenas en él, pese a que Tom había tomado la precaución <strong>de</strong> aclararse<br />

un poco el pelo y ondulárselo y, para pasar la inspección, había adoptado la expresión seria, un tanto malhumorada, que Dickie tenía en la foto <strong>de</strong>l pasaporte. Se<br />

instaló en el Hotel du Quai Voltaire, que unos americanos le habían recomendado al trabar amistad con ellos en un café <strong>de</strong> Roma, diciéndole que estaba en un lugar<br />

bastante céntrico y en él no se alojaban <strong>de</strong>masiados americanos. Luego salió a pasear bajo la tar<strong>de</strong> fría y brumosa <strong>de</strong> diciembre. Caminaba con la cabeza bien alta y<br />

una sonrisa en los labios. <strong>El</strong> ambiente <strong>de</strong> la ciudad era lo que más le gustaba, el mismo ambiente <strong>de</strong>l que tantas veces había oído hablar, con las calles llenas <strong>de</strong><br />

animación, las casas <strong>de</strong> fachada gris rematadas por una claraboya, el estruendo <strong>de</strong> los bocinazos, y, por todas partes, urinarios públicos y columnas cubiertas por los<br />

anuncios multicolores <strong>de</strong> los teatros. Deseaba empaparse lentamente <strong>de</strong> aquel ambiente, tal vez durante varios días, antes <strong>de</strong> visitar el Louvre, subir a la torre Eiffel o<br />

hacer algo parecido. Compró Le Figaro y se instaló en una mesa <strong>de</strong>l Dôme. Pidió un fine à l'eau, recordando que Dickie le había dicho que era lo que solía beber en<br />

Francia. <strong>El</strong> francés <strong>de</strong> Tom era más bien escaso pero también lo era el <strong>de</strong> Dickie. Algunas personas <strong>de</strong> aspecto interesante le miraron fijamente a través <strong>de</strong> los<br />

ventanales <strong>de</strong>l café, pero nadie entró para hablar con él. Tom estaba preparado por si, <strong>de</strong> un momento a otro, alguien se levantaba <strong>de</strong> su mesa y se le acercaba<br />

diciendo:<br />

—¡Dickie Greenleaf!. ¿Eres tú realmente?<br />

No había cambiado su aspecto <strong>de</strong> un modo muy sensible, pero estaba convencido <strong>de</strong> que su expresión era igual a la <strong>de</strong> Dickie. Su sonrisa era peligrosamente<br />

acogedora para los <strong>de</strong>sconocidos, una sonrisa más apropiada para saludar a un antiguo amigo o a una amante. Era la mejor sonrisa y la más típica <strong>de</strong> Dickie cuando<br />

estaba <strong>de</strong> buen humor. Tom estaba <strong>de</strong> buen humor, y se encontraba en París. Resultaba maravilloso sentarse en un famoso café y pensar en que seguiría siendo Dickie<br />

Greenleaf durante muchos días, usando sus gemelos, sus camisas blancas <strong>de</strong> seda, incluso las prendas un poco usadas ya: el cinturón <strong>de</strong> cuero marrón y hebilla <strong>de</strong><br />

latón, <strong>de</strong>l tipo que, según los anuncios <strong>de</strong> la revista Punch, duraba toda una vida, el viejo jersey color mostaza <strong>de</strong> bolsillos <strong>de</strong>formados, ahora eran todas suyas, y ello le<br />

hacía feliz. Y la estilográfica negra con iniciales <strong>de</strong> oro. Y el billetero <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> cocodrilo comprado en Gucci. Y a<strong>de</strong>más disponía <strong>de</strong> suficiente dinero para llenarlo.<br />

Antes <strong>de</strong>l mediodía siguiente, ya le habían invitado a una fiesta en la Avenue Kléber. Había entablado conversación con una joven pareja, ella francesa, él<br />

americano, en un café restaurante <strong>de</strong>l boulevard Saint-Germain. En la fiesta había unas treinta o cuarenta personas, la mayoría <strong>de</strong> mediana edad, que permanecían <strong>de</strong><br />

pie, con pose algo rígida, en un espacioso apartamento amueblado convencionalmente y bastante frío. Tom empezaba a compren<strong>de</strong>r que, en Europa, lo elegante era<br />

que la calefacción no funcionase en invierno, <strong>de</strong>l mismo modo que el martini sin hielo lo era en verano. Al cabo <strong>de</strong> unos días <strong>de</strong> estar en Roma, se había trasladado a un<br />

hotel más caro, sólo por no pasar frío, encontrándose que el hotel más caro resultaba también más frío. Tom se dijo que la casa era elegante, <strong>de</strong> un modo lúgubre y<br />

chapado a la antigua. Un mayordomo y una doncella atendían a los invitados, había una larga mesa con pâtés en croûte, pavo cortado en rodajas, y petits fours, así<br />

como gran<strong>de</strong>s cantida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> champán aunque las cortinas y el tapizado <strong>de</strong>l sofá estaban raídos, a punto <strong>de</strong> caer en pedazos <strong>de</strong> puro viejos. A<strong>de</strong>más, al salir <strong>de</strong>l<br />

ascensor, se había fijado que en el vestíbulo había unos cuantos agujeros que indicaban muy a las claras que por allí había ratones. Cuando menos media docena <strong>de</strong> los<br />

invitados que le presentaron resultaron ser con<strong>de</strong>s y con<strong>de</strong>sas. Uno <strong>de</strong> los invitados, americano también, le indicó que el joven y la chica que le habían invitado estaban<br />

a punto <strong>de</strong> casarse, y que los padres <strong>de</strong> ella no estaban muy entusiasmados por el enlace. En la sala flotaba un aire <strong>de</strong> tensión, y Tom se esforzó en mostrarse tan<br />

amable como pudo con todo el mundo, incluyendo a los franceses <strong>de</strong> aspecto severo, pese a no po<strong>de</strong>r <strong>de</strong>cirles más que:<br />

—C'est très agréable, n'est-ce-pas?<br />

Hizo cuanto pudo y al menos se granjeó una sonrisa <strong>de</strong> la joven que le había invitado. Se consi<strong>de</strong>raba afortunado por estar allí, preguntándose cuántos americanos<br />

podrían <strong>de</strong>cir que les habían invitado a una fiesta particular al cabo <strong>de</strong> una semana escasa <strong>de</strong> llegar a París. Siempre le habían dicho que los franceses eran muy remisos<br />

en invitar a los <strong>de</strong>sconocidos. Ni uno solo <strong>de</strong> los americanos parecía conocer su nombre. Tom se sentía completamente a gusto, como no recordaba haberse sentido<br />

jamás en ninguna fiesta. Se dijo que aquello era el borrón y cuenta nueva que había <strong>de</strong>cidido hacer durante el viaje por mar, al venir <strong>de</strong> América. Era una verda<strong>de</strong>ra<br />

aniquilación <strong>de</strong> su pasado y <strong>de</strong> él mismo, Tom <strong>Ripley</strong>, que ya pertenecía al pasado y renacía con una personalidad enteramente nueva. Una señora francesa y un par <strong>de</strong><br />

americanos le invitaron a sus respectivas fiestas, pero Tom rechazó todas las invitaciones con la misma respuesta:<br />

—Muchas gracias, pero me voy <strong>de</strong> París mañana.<br />

Pensó que no <strong>de</strong>bía mostrarse <strong>de</strong>masiado asequible con ninguna <strong>de</strong> aquellas personas. Cabía la posibilidad <strong>de</strong> que alguna <strong>de</strong> ellas conociese a alguien que a su vez<br />

conociese muy bien a Dickie, y Tom temía encontrarse a ese alguien en alguna <strong>de</strong> las otras fiestas.<br />

A las once y cuarto, al <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong> la anfitriona y <strong>de</strong> los padres <strong>de</strong> ésta, los tres pusieron cara <strong>de</strong> lamentar mucho que se fuese. Pero Tom quería llegar a Notre-<br />

Dame antes <strong>de</strong> la medianoche. Era Nochebuena.<br />

La madre le preguntó cómo se llamaba. Tom se lo repitió.<br />

—Monsieur Greenleaf —repitió la muchacha, pronunciando muy mal el nombre—. Dickie Greenleaf. ¿Es así?<br />

—En efecto —dijo Tom, sonriendo.<br />

Al llegar al vestíbulo <strong>de</strong> abajo, recordó <strong>de</strong> pronto que Freddie Miles habría dado su fiesta en Cortina el día dos <strong>de</strong> aquel mes. Ya habían pasado casi treinta días.<br />

Había pensado escribir a Freddie diciéndole que no asistiría a la fiesta. Se preguntó si Marge habría ido. Freddie se extrañaría mucho <strong>de</strong> que no le hubiese avisado, y<br />

confió que al menos Marge se hubiese encargado <strong>de</strong> avisarle. Tenía que escribir a Freddie en seguida. En la libreta <strong>de</strong> direcciones <strong>de</strong> Dickie estaba la <strong>de</strong> Freddie, en<br />

Florencia. Tom se dijo que había cometido un <strong>de</strong>sliz, aunque <strong>de</strong> poca importancia, y <strong>de</strong>bía procurar que no volviese a suce<strong>de</strong>rle.<br />

Salió a la calle y encaminó sus pasos hacia el Arc <strong>de</strong> Triomphe, que estaba iluminado por los reflectores. Resultaba extraño sentirse tan solo y, al mismo tiempo,<br />

sentirse parte <strong>de</strong> todo cuanto le ro<strong>de</strong>aba, como acababa <strong>de</strong> suce<strong>de</strong>rle en la fiesta. Volvió a experimentar la misma sensación entre la multitud que abarrotaba la plaza

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