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(Ripley 01) El talento de Mr. Ripley (a pleno Sol)(c.1)

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era difícil adivinar qué le pasaba a Dickie y Tom se dijo que por una vez bien podía Dickie mostrarse un poco con<strong>de</strong>scendiente, o acaso iba a per<strong>de</strong>r algo<br />

importantísimo si lo hacía. Mientras corría tras él le vinieron a la mente varios improperios; entonces Dickie le miró por encima <strong>de</strong>l hombro, con expresión fría y adusta,<br />

y el primer insulto se apagó antes <strong>de</strong> salir <strong>de</strong> sus labios.<br />

Partieron hacia San Remo por la tar<strong>de</strong>, poco antes <strong>de</strong> las tres, para no tener que pagar otro día en el hotel. Dickie había propuesto marcharse antes <strong>de</strong> las tres,<br />

aunque fue Tom quien abonó la cuenta <strong>de</strong> tres mil cuatrocientos treinta francos... diez dólares y ocho centavos por una sola noche. También fue Tom quien compró los<br />

billetes para San Remo, aunque Dickie iba forrado <strong>de</strong> francos. Dickie se había traído consigo el cheque mensual con la intención <strong>de</strong> hacerlo efectivo en Francia;<br />

pensaba que saldría ganando si luego cambiaba los francos por liras, <strong>de</strong>bido a la reciente revalorización <strong>de</strong>l franco.<br />

Dickie permaneció totalmente callado durante todo el viaje. Fingiendo tener sueño, cruzó los brazos y cerró los ojos. Tom, sentado ante él, se puso a observar su<br />

rostro huesudo y arrogante, bien parecido, las manos adornadas con los dos anillos, el <strong>de</strong> la piedra ver<strong>de</strong> y el <strong>de</strong> oro. Se le ocurrió robar el primero cuando se fuese.<br />

Resultaría tan fácil: Dickie se lo quitaba para nadar; a veces incluso lo hacía para ducharse en casa. Tom <strong>de</strong>cidió hacerlo en el último momento. Clavó su mirada en los<br />

párpados <strong>de</strong> Dickie, sintiendo que en su interior hervía una mezcla <strong>de</strong> odio, afecto, impaciencia y frustración, impidiéndole respirar libremente. Sintió <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> matar a<br />

Dickie. No era la primera vez que pensaba en ello. Antes, una o dos veces, lo había pensado impulsivamente, <strong>de</strong>jándose llevar por la ira o por algún chasco, pero<br />

luego, a los pocos instantes, el impulso <strong>de</strong>saparecía <strong>de</strong>jándole avergonzado. Pero ahora pensó en ello durante todo un minuto, dos minutos ya que, <strong>de</strong> todas formas, iba<br />

a alejarse <strong>de</strong> Dickie y no tenía por qué seguir avergonzándose. Había fracasado con Dickie, en todos los sentidos. Odiaba a Dickie, y le odiaba porque, como quiera<br />

que mirase lo sucedido, el fracaso no era culpa suya, ni se <strong>de</strong>bía a ninguno <strong>de</strong> sus actos, sino a la inhumana terquedad <strong>de</strong> Dickie a su escandalosa grosería. A Dickie le<br />

había ofrecido amistad compañía, y respeto, todo lo que podía ofrecer, y Dickie se lo había pagado con ingratitud primero, ahora con hostilidad. Dickie, sencillamente,<br />

le estaba echando a empujones. Tom se dijo que si le mataba durante aquel viaje, le bastaría con <strong>de</strong>cir que había sido víctima <strong>de</strong> un acci<strong>de</strong>nte.<br />

De pronto, se le ocurrió una i<strong>de</strong>a brillante: hacerse pasar por Dickie Greenleaf. Era capaz <strong>de</strong> hacer todo cuanto hacía Dickie. Podía, en primer lugar, regresar a<br />

Mongibello a recoger las cosas <strong>de</strong> Dickie, contarle a Marge cualquier historia, montar un apartamento en Roma o en París, don<strong>de</strong> cada mes recibiría el cheque <strong>de</strong><br />

Dickie. Le bastaría con falsificar su firma. No tenía más que meterse en la piel <strong>de</strong> Dickie. No le resultaría difícil mover a míster Greenleaf a su antojo. Lo peligroso <strong>de</strong>l<br />

plan, incluso lo que tenía inevitablemente <strong>de</strong> efímero y que comprendía vagamente, no hacía más que acrecentar su entusiasmo. Empezó a pensar en cómo ponerlo en<br />

práctica.<br />

«<strong>El</strong> mar. Pero Dickie era tan buen nadador...», se dijo Tom. «<strong>El</strong> acantilado. Sería fácil precipitar a Dickie <strong>de</strong>s<strong>de</strong> algún acantilado aprovechando uno <strong>de</strong> sus paseos<br />

por los alre<strong>de</strong>dores.»<br />

Pero se imaginaba a Dickie aferrándose a él y arrastrándole en su caída y sintió que su cuerpo se tensaba hasta que le dolieron los muslos y las uñas se le clavaron<br />

en las palmas <strong>de</strong> las manos. Pensó que tendría que hacerse con el otro anillo, y teñirse el pelo <strong>de</strong> un color un poco más claro. Aunque no viviría en un sitio don<strong>de</strong><br />

viviesen también personas que conocían a Dickie. Lo único que tenía que hacer era tratar <strong>de</strong> parecerse a él lo suficiente para po<strong>de</strong>r utilizar su pasaporte.<br />

Dickie abrió los ojos, mirándole directamente, y Tom relajó el cuerpo, hundiéndose en el asiento con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, con un<br />

gesto tan rápido que pareció que se hubiese <strong>de</strong>smayado.<br />

—¿Te encuentras bien, Tom? —preguntó Dickie, zaran<strong>de</strong>ándole una rodilla.<br />

—Sí —respondió Tom, con una débil sonrisa.<br />

Vio que Dickie volvía a acomodarse en su asiento, con cara <strong>de</strong> irritado, y no le costó compren<strong>de</strong>r por qué: Dickie odiaba el haber tenido que prestarle atención,<br />

siquiera por unos segundos. Tom sonrió. Encontraba divertida la rapi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> sus reflejos al fingir un <strong>de</strong>smayo, la única forma <strong>de</strong> evitar que Dickie se percatase <strong>de</strong> la<br />

extraña expresión que se había dibujado en su rostro.<br />

San Remo. Flores. Un nuevo paseo por la playa, tiendas y almacenes, y turistas franceses, ingleses e italianos. Otro hotel, con flores en los balcones.<br />

«¿Dón<strong>de</strong>?», se preguntó Tom. «¿En una <strong>de</strong> las callejuelas aquella misma noche?»<br />

Se dijo que la población estaría tranquila, a oscuras, a la una <strong>de</strong> la madrugada, suponiendo que pudiese mantener <strong>de</strong>spierto a Dickie hasta esa hora. Estaba<br />

nublado, pero no hacía frío. Tom se estrujaba el cerebro. Resultaría fácil hacerla en la misma habitación <strong>de</strong>l hotel, pero ¿cómo se <strong>de</strong>sembarazaría <strong>de</strong>l cadáver? <strong>El</strong><br />

cadáver tenía que <strong>de</strong>saparecer <strong>de</strong>l todo. Eso le <strong>de</strong>jaba una sola posibilidad: el mar, y el mar era el elemento <strong>de</strong> Dickie. Abajo en la playa había barcas, <strong>de</strong> remos unas,<br />

a motor las otras, que podían alquilarse. Tom advirtió que en cada una <strong>de</strong> las motoras había un peso <strong>de</strong> cemento, atado al extremo <strong>de</strong> un cable, que servía para anclar<br />

la lancha.<br />

—¿Qué te parece si alquilamos una embarcación, Dickie? —preguntó Tom, procurando que la ansiedad no se le notase en la voz.<br />

Pero se le notó, y Dickie le miró atentamente porque era la primera vez, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su llegada a San Remo, que mostraba interés por algo.<br />

Las motoras eran pequeñas, pintadas <strong>de</strong> blanco y azul o ver<strong>de</strong>, unas diez en total, amarradas en fila junto al embarca<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, y el italiano que las cuidaba<br />

esperaba ansiosamente que se las alquilasen, porque la mañana era fría y bastante <strong>de</strong>sapacible. Dickie dirigió la vista hacia el mar, sobre el que flotaba una tenue neblina<br />

aunque sin presagiar lluvia. Era un día gris, y lo sería hasta la noche. Seguramente el sol no brillaría en todo el día. Eran cerca <strong>de</strong> las diez y media... esa hora perezosa<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sayuno en que la inacabable mañana italiana apenas acababa <strong>de</strong> empezar.<br />

—Pues muy bien. Pero sólo por una hora, sin salir <strong>de</strong>l puerto —dijo Dickie, saltando a la motora casi inmediatamente.<br />

Por su modo <strong>de</strong> sonreír, Tom comprendió que ya lo había hecho otras veces, y que gustaba rememorar, sentimentalmente, otras mañanas pasadas allí, tal vez con<br />

Freddie, o con Marge. La botella <strong>de</strong> colonia encargada por Marge abultaba en el bolsillo <strong>de</strong> la chaqueta <strong>de</strong> pana que llevaba Dickie. Acababan <strong>de</strong> comprarla<br />

momentos antes, en una tienda <strong>de</strong>l paseo principal que se parecía mucho a un drugstore americano.<br />

<strong>El</strong> barquero puso el motor en marcha dando un violento tirón a un cable, mientras le preguntaba a Dickie si sabría llevar la lancha. Dickie le respondió que sí. En el<br />

fondo <strong>de</strong> la lancha había un remo, un solo remo. Dickie tomó el timón y zarparon alejándose directamente <strong>de</strong> la población. Dickie chillaba y sonreía, con el pelo<br />

alborozado por el viento.<br />

Tom miró a <strong>de</strong>recha y a izquierda. A un lado había un acantilado vertical, muy parecido al <strong>de</strong> Mongibello, y al otro una extensión <strong>de</strong> terreno bastante llano que se<br />

perdía <strong>de</strong> vista en la neblina que flotaba sobre el mar. Sin <strong>de</strong>tenerse a pensarlo, le resultaba imposible <strong>de</strong>cidirse por una u otra dirección.<br />

—¿Conoces la costa por estos alre<strong>de</strong>dores? —gritó Tom para hacerse oír sobre el ruido <strong>de</strong>l motor.<br />

—¡No! —contestó alegremente Dickie.<br />

Evi<strong>de</strong>ntemente, estaba gozando con el paseo.<br />

—¿Es difícil <strong>de</strong> llevar el timón?<br />

—¡Qué va! ¿Quieres probar?<br />

Tom vaciló. Dickie seguía manteniendo el rumbo directamente hacia mar abierta.<br />

—No, gracias.<br />

Volvió a mirar a ambos lados. A babor se divisaba un velero.<br />

—¿Adón<strong>de</strong> vamos? —gritó Tom.<br />

—¿Qué más da? —respondió Dickie, sonriendo.

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