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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
—No empieces con que quieres que reviva Carlos porque eso sí no se puede, Catín,<br />
acéptalo.<br />
—Lo acepto —dije poniéndome sombría.<br />
—Te lo suplico, no te vaya a entrar <strong>la</strong> lloradera. Esto urge.<br />
Nos pasamos <strong>la</strong> mañana tirando borradores: «Odi: tengo el alma destrozada.» «Odi: lo que<br />
vi me ha consternado de tal modo que no sé si lo que ahora siento por ti es odio o piedad.» «Odi:<br />
¿cómo puedes buscar <strong>la</strong> felicidad en otra parte y herirme con un proceder tan indigno de ti?»,<br />
etcétera.<br />
Por fin, para <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> tarde logramos una carta dolida y sobria. Bibi <strong>la</strong> pasó en limpio y<br />
se fue encantada.<br />
No <strong>la</strong> vi en tres días, al cuarto llegó a mi casa convertida otra vez en <strong>la</strong> señora Gómez Soto.<br />
Llevaba un sombrero de velito sobre <strong>la</strong> cara, traje sastre gris, medias oscuras y tacones altísimos.<br />
Nos sentamos a conversar en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> para ir de acuerdo con su atuendo. Se levantó el velo,<br />
cruzó <strong>la</strong> pierna, encendió un cigarro y dijo muy solemne:<br />
—Por poco y me ven <strong>la</strong> cara de pendeja.<br />
Solté una risa. El<strong>la</strong> soltó otra y después empezó a contar.<br />
El torero llegó <strong>la</strong> misma tarde en que el<strong>la</strong> le mandó <strong>la</strong> carta a su marido. Fue a recogerlo al<br />
aeropuerto y lo instaló en el Hotel Del Prado. No le gustó mucho que él trajera a una mujer joven<br />
con cara de gitana en calidad de su apoderado, pero tenía tantas ganas de coger que pidió un<br />
cuarto para cada quien y empujó al matador dentro de uno.<br />
Después quedó tan eufórica y agradecida que se puso a hab<strong>la</strong>r del futuro y terminó<br />
describiendo los pasos que había dado para conseguir cuanto antes el divorcio. El torero no lo<br />
podía creer. La mujer de mundo en busca de un amante esporádico y alegre al que podría<br />
agradecer sus cortesías con varias notas desplegadas en el periódico deportivo del marido, se le<br />
había convertido en una enamorada adolescente dispuesta al matrimonio y al martirio.<br />
¿Pelearse con el general? ¿Cómo se le ocurría a <strong>la</strong> ingenua Bibi que uno pudiera torear en<br />
<strong>la</strong>s p<strong>la</strong>zas de México sin el apoyo de <strong>la</strong> cadena de periódicos de su marido? Además, si el<strong>la</strong> quería<br />
divorciarse, él no quería, y el apoderado era su esposa.<br />
Con toda <strong>la</strong> dignidad de que pudo hacer acopio <strong>la</strong> Bibi se vistió y dejó el hotel. A pesar de su<br />
prisa tuvo tiempo para retirar de <strong>la</strong> gerencia su firma como aval de los gastos del torero.<br />
Llegó a su casa buscando desesperada a <strong>la</strong> sirvienta con quien había mandado <strong>la</strong> carta al<br />
cuarto de su marido. Por desgracia era una mujer tan eficaz que había llegado al extremo de<br />
entregar <strong>la</strong> carta en <strong>la</strong> propia mano del general.<br />
Bibi se encerró en su recámara a <strong>la</strong>mentar sin tregua el rapto de irresponsabilidad y<br />
cachondería que <strong>la</strong> había conducido a ese momento. Me odió por no haber<strong>la</strong> prevenido, por<br />
haberme hecho cómplice de su suicidio. No sabía qué hacer. Ni siquiera lloró, su tragedia no se<br />
prestaba a algo tan g<strong>la</strong>moroso y conso<strong>la</strong>dor como <strong>la</strong>s lágrimas.<br />
Al día siguiente bajó a desayunar a <strong>la</strong> hora en que su marido acostumbraba hacerlo.<br />
Se encontró con el general simpático y apresurado bebiendo un jugo de naranja que<br />
alternaba con grandes bocados de huevo revuelto con chorizo. Cuando <strong>la</strong> vio aparecer se levantó,<br />
<strong>la</strong> ayudó a sentarse sugiriéndole que pidiera el mismo desayuno y se ol<strong>vida</strong>ra por una vez de <strong>la</strong>s<br />
dietas y el huevo tibio. El<strong>la</strong> aceptó comer chorizo en <strong>la</strong> mañana y hubiera aceptado cualquier<br />
cosa. No sabía si agradecerle al general que se hiciera el desenterado o si temb<strong>la</strong>r imaginando los<br />
p<strong>la</strong>nes que él tendría guardados tras el disimulo.<br />
Optó por el agradecimiento. Nunca fue más dulce y bonita, nunca más sugerente. El<br />
desayuno terminó con <strong>la</strong> cance<strong>la</strong>ción de una junta muy importante que el general tenía en su<br />
oficina, y con el regreso de ambos a <strong>la</strong> cama.<br />
En <strong>la</strong> noche tuvieron una cena en <strong>la</strong> embajada de Estados Unidos y al volver el<strong>la</strong> encontró<br />
sobre su tocador <strong>la</strong> carta sin abrir. ¿No <strong>la</strong> había visto su marido? ¿O de dónde había sacado un<br />
sobre igual si no quedaba otro en el país? Se durmió con <strong>la</strong>s preguntas y abrazando el papel suizo,<br />
<strong>la</strong>crado, con sus iniciales sobre el sello azul.<br />
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