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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Por fin me dormí. Soñé a mis hijos con sangre en <strong>la</strong> cara, yo quería limpiárse<strong>la</strong>s pero sólo<br />

tenía pañuelos que echaban más sangre. Cuando desperté Lucina l<strong>la</strong>maba a <strong>la</strong> puerta. Le abrí y<br />

entró con mi taza de té, <strong>la</strong> crema, el azúcar y pan tostado.<br />

—Dice el general que baje usted en una hora.<br />

—¿Está bonito el día? —le pregunté.<br />

—Sí, señora.<br />

—¿Ya se fueron los niños al colegio?<br />

—Están desayunando.<br />

—Pobres niños, ¿verdad, Luci?<br />

—¿Por qué, señora? Andan contentos. ¿Qué ropa le saco?<br />

Bajé corriendo. Entré a <strong>la</strong>s caballerizas gritándole. Ahí estaba con su mancha b<strong>la</strong>nca entre<br />

los ojos y su cuerpo elegante.<br />

—Mapache, Mapachito, ¿cómo te trató el pinche gringo hijo de <strong>la</strong> chingada? ¿Me perdonas?<br />

Lo acaricié, lo besé en <strong>la</strong> cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos<br />

corriendo hasta el molino de Huexotit<strong>la</strong>. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida<br />

todavía los vi, pero ya de regreso se me habían ol<strong>vida</strong>do.<br />

Al mediodía fui con Andrés a una comida donde había periodistas. Uno que escribía en<br />

Avante le preguntó por los muertos de Atencingo.<br />

—Me parece muy <strong>la</strong>mentable lo que ahí sucedió —dijo. He encargado al señor procurador<br />

que investigue a fondo los hechos y puedo asegurarles a ustedes que se hará justicia. Pero no<br />

podemos permitir que grupos de bandoleros disfrazados de campesinos diciendo que exigen su<br />

derecho a <strong>la</strong> tierra se apoderen con violencia de lo que otros han ganado con un trabajo honrado<br />

y una dedicación austera. La Revolución no se equivoca y mi régimen, derivado de el<strong>la</strong>, tampoco.<br />

Buenas tardes, señores.<br />

El periodista le quería contestar pero el maestro de ceremonias tomó el micrófono a tiempo:<br />

—Señoras y señores, damas y caballeros, en estos momentos el señor gobernador pasa a<br />

retirarse. Les suplicamos despejar <strong>la</strong> salida.<br />

La gente se levantó y empezó a caminar hacia <strong>la</strong> puerta. Vi cómo a Andrés lo tomaban de<br />

los brazos entre cuatro de sus hombres y lo sacaban en vilo, otros me cargaron hasta <strong>la</strong> calle. Nos<br />

subieron en autos distintos que arrancaron de prisa.<br />

—¿Qué pasa? —le pregunté al hombre que manejaba el coche en que caí.<br />

—Nada, señora. Estamos ensayando nuevas rutinas de salida —dijo.<br />

Andrés fue a <strong>la</strong>s oficinas del Pa<strong>la</strong>cio de Gobierno y yo a <strong>la</strong> casa.<br />

En el salón de juegos estaban sus hijos grandes con unos amigos. Marta me había dicho que<br />

invitaría a Cristina, una compañera de su colegio, hija de Patricia Ibarra, <strong>la</strong> hermana mayor de<br />

José Ibarra, uno que fue mi novio.<br />

Decíamos que éramos novios porque íbamos juntos a tomar nieve a La Rosa y<br />

caminábamos de <strong>la</strong> mano hasta el parque de La Concordia, donde nos dábamos un beso de <strong>la</strong>do<br />

antes de despedirnos. Un día me dio un beso con tan ma<strong>la</strong> suerte que <strong>la</strong> hermana iba saliendo de<br />

misa de doce y nos vio. A José le dijeron que además de pobre era yo una loca que no se daba su<br />

lugar, y su papá lo invitó a un viaje por Europa.<br />

El me lo contó todo como si yo fuera su mamá y tuviera que librarlo de un castigo.<br />

—¿Ya no te dejan ser mi novio? —le pregunté.<br />

—Es que tú no sabes cómo es mi familia.<br />

—Ni quiero —le dije y me fui corriendo, desde el parque hasta <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> 2 Poniente.<br />

—¿Qué te pasa, chiquita? —preguntó mi mamá.<br />

—Se peleó con el rico. ¿No le ves <strong>la</strong> cara? —dijo mi papá.<br />

—¿Qué te hizo? —dijo mi madre que siempre sentía cualquier agravio en carne propia.<br />

—Lo que sea no se merece más de una trompetil<strong>la</strong> —contestó mi papá. Sácale <strong>la</strong> lengua.<br />

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