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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

gente alrededor, oyéndolo y acatando cualquiera de sus ocurrencias, que desde que nos fuimos<br />

a México y con nosotros <strong>la</strong> mayoría de sus escuchas habituales, en Pueb<strong>la</strong> siempre acabábamos<br />

l<strong>la</strong>mando a Esparza, a Téllez, o a los dos y al juez Cabañas para que <strong>la</strong> tertulia creciera y <strong>la</strong><br />

enfermedad terminara en partida de póker.<br />

—¿De qué se nos muere ahora, general? —preguntó Téllez y siguió con Esparza el ritual de<br />

siempre. Le oyeron el corazón, le tomaron el pulso, lo hicieron respirar y echar el aire muy<br />

despacio. Lo único distinto eran los comentarios de Andrés. Habitualmente mientras lo revisaban<br />

hacía el recuento de sus sensaciones que eran muchas y contradictorias. Le dolía ahí y ahí, y ahí<br />

donde el doctor tenía <strong>la</strong> mano en ese instante le dolía también. Esa tarde no se quejó ni una vez.<br />

—Hagan su rito cabrones —dijo, me les voy a morir de todos modos. Espero que lloren<br />

siquiera un rato, siquiera en recuerdo de todo lo que me han quitado. Espero que me lloren<br />

ustedes porque esta vieja que se dice mi señora ya está de fiesta. Nomás míren<strong>la</strong>, ya le anda por<br />

irse con quien se deje. Y se van a dejar muchos porque está entera todavía, está hasta mejor que<br />

cuando me <strong>la</strong> encontré hace ya un chingo de años. ¿Cómo cuántos Catalina? Eras una niña.<br />

Tenías <strong>la</strong>s nalgas duras, y <strong>la</strong> cabeza, ah qué cabeza tan dura <strong>la</strong> tuya. Y ésa sí no se te ha aflojado<br />

para nada. Las nalgas un poco, pero <strong>la</strong> cabeza nada. Lo bueno es que va a estar Rodolfo para<br />

vigi<strong>la</strong>r<strong>la</strong>. Mi compadre Rodolfo, tan pendejo el pobre.<br />

—Necesita descansar —dijo Téllez. ¿Tomó algún excitante? Parece que lo afectó <strong>la</strong> emoción<br />

del homenaje. Descanse, general. Le vamos a dar unas pastil<strong>la</strong>s que lo re<strong>la</strong>jen. Todo lo que tiene<br />

es cansancio, mañana será otro.<br />

—C<strong>la</strong>ro que seré otro, más tieso y más frío. También más descansado, por supuesto. Todos<br />

quieren que me muera. No se dan cuenta de <strong>la</strong> falta que hago, hacen falta los hombres como yo.<br />

Van a ver cuando se queden en manos de Fito y el pendejo de su candidato. ¿Yo cansado?<br />

Cansado el Gordo que ni para pensar es bueno. Tener de candidato a Cienfuegos.<br />

—Seguro es Cienfuegos, ¿quién te lo dijo? —pregunté.<br />

—Nadie me lo dijo, yo lo sé. Yo sé muchas cosas, y conozco a mi compadre, le da <strong>la</strong>s nalgas<br />

al primero que se <strong>la</strong>s pide. Martín se <strong>la</strong>s ha pedido en mil tonos, sobre todo engañándolo. Ya hasta<br />

lo hizo creerse inteligente.<br />

Cienfuegos era el peor enemigo de Andrés porque no podía tocarlo. No porque Andrés lo<br />

hubiera protegido, ni porque fuera el ministro consentido de Fito, sino porque era un<br />

conquistador profesional que se ganó a doña Herminia en una tarde, y doña Herminia que no<br />

había tenido más hijos que Andrés tuvo siempre <strong>la</strong> manía de andar buscándole hermanos. De<br />

chico lo hermanó con Fito al que hasta llevó a vivir un tiempo en su casa, y de grande se encantó<br />

con <strong>la</strong> risa y los ha<strong>la</strong>gos del costeño Martín Cienfuegos.<br />

—Este muchacho va a ser como otro hijo para mí, como el que se me murió. Y tiene que ser<br />

como un hermano para ti, ¿me oyes Andrés Ascencio? —dijo doña Herminia.<br />

Entonces Andrés empezó a desconfiar de los encantos de Cienfuegos y a convertirlo en el<br />

rival inevitable que acabó volviéndose.<br />

—Otro hermano te estoy dando —dijo <strong>la</strong> vieja y más te vale cuidarlo, Andrés Ascencio,<br />

porque hasta creo que me recuerda a tu padre. ¿Aceptas ser como otro hijo mío? —le preguntó<br />

a Martín que <strong>la</strong> oía con más atención que a <strong>la</strong> Cámara de Diputados.<br />

—Será un honor señora —dijo abriendo los brazos, dejándose ir sobre <strong>la</strong> mecedora,<br />

besando a doña Herminia en <strong>la</strong> frente para después abrazar<strong>la</strong>, acariciar sus mejil<strong>la</strong>s y terminar<br />

hincado besándole <strong>la</strong>s manos.<br />

No recuerdo mejor puesta en escena del amor filial. Hasta lágrimas de agradecimiento<br />

echó. Ni Andrés que ido<strong>la</strong>traba a <strong>la</strong> vieja hubiera podido hacer algo semejante.<br />

Volvió de Zacatlán furioso. Todo el camino de regreso fue l<strong>la</strong>mándolo hijo de <strong>la</strong> chingada<br />

farsante. Dizque en broma, pero no lo bajó de ahí.<br />

—Esa mi madre —empezó a decir sentado en <strong>la</strong> cama— qué hermanos me dio. Ni uno que<br />

más o menos entendiera dónde estamos parados. Primero <strong>la</strong> enterneció el Gordo Campos y luego<br />

este hijo de <strong>la</strong> chingada farsante de Martín. Es pendeja mi madre, una ignorante que con que le<br />

dieran sonrisitas y besos hasta <strong>la</strong> maternidad rega<strong>la</strong>ba.<br />

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