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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Se me notaron <strong>la</strong>s ansias, empecé a hab<strong>la</strong>r más de lo acostumbrado y a una velocidad<br />

insuperable, acabé siendo el centro de <strong>la</strong> reunión. Andrés se dio cuenta y terminó con <strong>la</strong> fiesta.<br />

—Mi señora no se siente bien —dijo.<br />

—Pero si se ve de maravil<strong>la</strong> —contestó alguien.<br />

—Es el Max Factor, pero hace rato que soporta un dolor de cabeza. Voy a llevar<strong>la</strong> a <strong>la</strong> casa<br />

y regreso.<br />

—Me siento muy bien —dije.<br />

—No tienes por qué disimu<strong>la</strong>r con esta gente, son mis amigos, entienden.<br />

Me tomó del brazo y me llevó al coche. Me acomodó, mandó al chofer al coche de atrás y dio<br />

<strong>la</strong> vuelta para subirse a manejar. Se sentó frente al vo<strong>la</strong>nte, arrancó, dijo adiós con <strong>la</strong> mano a<br />

quienes salieron a despedirnos a <strong>la</strong> puerta y aceleró despacio. Mantuvo conge<strong>la</strong>da <strong>la</strong> sonrisa que<br />

puso al despedirse hasta una calle después.<br />

—Qué obvia eres, Catalina, dan ganas de pegarte.<br />

—Y tú eres muy disimu<strong>la</strong>do, ¿no?<br />

—Yo no tengo por qué disimu<strong>la</strong>r, yo soy un señor, tú eres una mujer y <strong>la</strong>s mujeres cuando<br />

andan de cabras Locas queriéndose coger a todo el que les pone a temb<strong>la</strong>r el ombligo se l<strong>la</strong>man<br />

putas.<br />

Al llegar a <strong>la</strong> casa, se bajó con mucha parsimonia, me acompañó hasta <strong>la</strong> puerta, esperó a<br />

que saliera el mozo y cuando estuvo seguro de que ni los eternos acompañantes del coche de<br />

atrás se daban cuenta, me dio una nalgada y me empujó para adentro.<br />

Entré corriendo, subí <strong>la</strong>s escaleras a brincos, pasé por el cuarto de los niños y no me detuve<br />

como otras noches, fui directo a mi cama. Me metí bajo <strong>la</strong>s sábanas y pensé en Fernando<br />

mientras me tocaba como <strong>la</strong> gitana. Después me dormí. Tres días estuve durmiendo. Nada más<br />

despertaba para comer un pedazo de lechuga, otro de queso y dos huevos cocidos.<br />

—¿Qué tendrá usted, señora? —me preguntó Lucina.<br />

—Una enfermedad que me descubrió el general y que no se me quita ni con agua fría. Pero<br />

con una semana de dormir me alivio.<br />

A <strong>la</strong> semana tuve que salir de mi cuarto porque ya era mucho tiempo para una calentura. ¿Y<br />

qué va siendo lo primero que me dice Andrés cuando bajé a desayunar?<br />

Que el martes venia a cenar el secretario particu<strong>la</strong>r del Presidente, ¿y quién era el<br />

secretario particu<strong>la</strong>r?, Fernando. El bien p<strong>la</strong>nchado y sonriente Arizmendi.<br />

Del susto empecé a comer pan con mantequil<strong>la</strong> y merme<strong>la</strong>da y a dar grandes tragos de té<br />

negro con azúcar y crema. Andrés estaba eufórico con <strong>la</strong> visita de Arizmendi porque después<br />

vendría <strong>la</strong> del Presidente de <strong>la</strong> República, y a ése p<strong>la</strong>neaba darle una recepción espectacu<strong>la</strong>r con<br />

Los niños de los colegios agitando banderitas por <strong>la</strong> Avenida Reforma, mantas colgando de los<br />

edificios y todos los burócratas asomados a <strong>la</strong>s ventanas de sus oficinas ap<strong>la</strong>udiendo y aventando<br />

confeti. Yo tenía que conseguir una niña con un ramo de flores que lo asaltara a media calle y una<br />

viejita con una carta pidiéndole algo fácil para que los fotógrafos pudieran retratar<strong>la</strong> cinco<br />

minutos después con <strong>la</strong> demanda satisfecha. Ya Espinosa y A<strong>la</strong>rcón habían prestado sus cines<br />

para que de ahí colgaran <strong>la</strong>s mantas más grandes. Pueb<strong>la</strong> tendría que darle al Presidente <strong>la</strong><br />

recepción más cálida y vistosa que hubiera tenido jamás. Todo eso que después se fue volviendo<br />

costumbre y que se le dio al más pendejo de los presidentes municipales, lo inventamos nosotros<br />

para <strong>la</strong> visita del general Aguirre.<br />

Tenía que hacer algo con mi calentura y empecé a trabajar como si me pagaran. No una<br />

niña con flores, tres niñas cada cuadra y llegando al zócalo cincuenta vestidas de chinas pob<strong>la</strong>nas<br />

y montadas a caballo.<br />

Fui al asilo a escoger a <strong>la</strong> viejita y encontré una que parecía de tarjeta postal, con su pelito<br />

recogido, sonrisa de virgen dulce y una historia que, por supuesto, pusimos en <strong>la</strong> carta. Era <strong>la</strong><br />

viuda de un soldado viejo y pobre al que habían matado porque se negó a participar en el<br />

asesinato de Aquiles Sardán. Estaba orgullosa de su marido y de sí misma y encontró muy digno<br />

pedirle al Presidente una máquina de coser a cambio de tanto sacrificio por <strong>la</strong> patria.<br />

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