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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Raquel se pintaba el pelo de güero rojizo, tenía los ojos chiquitos muy vivos y los <strong>la</strong>bios<br />
delgados. Daba masajes con sus manos fuertes y pequeñas. Hab<strong>la</strong>ba poco. Parecía estar para oír<br />
y cal<strong>la</strong>rse. Por eso me extrañó tanto que se hubiera metido en mi conversación con Andrea.<br />
¿Y si de veras <strong>la</strong> mató?, me <strong>la</strong> pasé preguntándome mientras sudaba en el temazcal.<br />
—No me quiero morir —le dije a <strong>la</strong> Palma que estaba enfrente sacando <strong>la</strong> cabeza del cuadro<br />
de <strong>la</strong>drillo en que lo encerraban a uno con una lona de hule sobre los hombros. Nos veíamos como<br />
monstruos de cuerpo cuadrado y cabeza sudorosa y chiquita.<br />
—Menos ahora que te estás poniendo tan guapa —me contestó.<br />
—Andrea, no es juego, no me quiero morir.<br />
—No te vas a morir, amiga, no seas tonta. Tú conoces mejor a tu marido que todas nosotras<br />
con todo y todos los chismes que hemos oído de él. Según tú no es un monstruo, ¿qué te<br />
preocupas entonces? Ni aunque lo anduvieras engañando te daría un tiro, ¿por qué otra cosa te<br />
lo ha de dar?<br />
—Por ninguna. No es un matón de cuarta.<br />
—Ya me convenciste querida, ¿ahora quieres que yo te convenza a ti de lo que me acabas<br />
de convencer? O ¿por qué me vienes con el lloriqueo de que no te quieres morir?<br />
Cada vez hablábamos más cerca. Nos habíamos salido de los temazcales y nos secábamos<br />
una frente a otra con <strong>la</strong>s caras y <strong>la</strong>s bocas tan próximas que a veces se rozaban. Andrea era<br />
preciosa. Así, sin pintura, sudando, á<strong>vida</strong> de mi chisme y acompañándome en el miedo que le iba<br />
yo pasando mientras le contaba todo, desde <strong>la</strong>s escaleras de Bel<strong>la</strong>s Artes y <strong>la</strong> cena en Prendes,<br />
hasta el día que conocí su casa y <strong>la</strong> fui haciendo mía. Todo: <strong>la</strong>s caminatas por el zócalo, <strong>la</strong>s<br />
meriendas, <strong>la</strong>s tardes en el cine, <strong>la</strong>s noches de concierto, <strong>la</strong>s madrugadas corriendo a meterme<br />
en mi cama eufórica y aterrada.<br />
—¿Qué hago, Andrea? —le pregunté.<br />
—Por lo pronto, gimnasia dijo, y me dio un beso.<br />
CAPÍTULO XVIII<br />
Ese dos de noviembre caía en miércoles y Andrés decidió que pasáramos el puente de<br />
muertos en <strong>la</strong> casa de Pueb<strong>la</strong>. Dijo que invitaría unos amigos, que organizara yo todo. Me puse<br />
furiosa sólo de pensar en esos días atendiendo a los invitados de Andrés y lejos de Carlos. Si por<br />
lo menos invitan gente grata, pero invitaría al subsecretario de Ingresos con <strong>la</strong> mensa de su<br />
mujer, siempre vestida como para que <strong>la</strong> retrataran para el Maruca, al secretario de Agricultura<br />
que no sabía ni hab<strong>la</strong>r porque era lelo, y al político de última moda. Porque los políticos se ponían<br />
de moda y Andrés en cuanto uno andaba famoso lo invitaba a pasar el fin de semana con<br />
nosotros. Lo volvía el rey de <strong>la</strong> casa, el centro de <strong>la</strong>s conversaciones, lo dejaba ganar en el frontón<br />
y me hacía comp<strong>la</strong>cer a su señora en todo lo que pidiera.<br />
Conocía yo <strong>la</strong>s vacaciones con quince invitados y tres comidas diarias, más aperitivos,<br />
galletas y café a todas horas. Me <strong>la</strong> pasaría visitando <strong>la</strong> cocina y el mal humor de Matilde.<br />
Anduve maldiciendo todo el jueves. Andrés me avisó que saldríamos el viernes 28 al<br />
mediodía, para volver el miércoles dos en <strong>la</strong> tarde.<br />
—¿No se le caerá el país a Fito si te vas tanto tiempo? ¿Qué hará sin su compadre asesor?<br />
—le pregunté pensando que a mí el mundo se me haría insoportable y aburridísimo sin<br />
Carlos.<br />
Estuve con él <strong>la</strong> tarde del miércoles caminando por el zócalo y <strong>la</strong> avenida Juárez.<br />
Cenamos en El Pa<strong>la</strong>ce, viendo <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za. Yo comí angu<strong>la</strong>s y él ostiones, yo un pastel con<br />
he<strong>la</strong>do y él un café express.<br />
—Tengo un cuarto aquí abajo —me dijo.<br />
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