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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

La semana siguiente fue de dec<strong>la</strong>raciones. Estaba tan aturdida que oía iguales <strong>la</strong>s de <strong>la</strong><br />

CROM y <strong>la</strong>s de <strong>la</strong> CTM, <strong>la</strong>s del gobernador y <strong>la</strong>s de Rodolfo, <strong>la</strong>s de Cordera y <strong>la</strong>s de Andrés. Todos<br />

estuvieron de acuerdo en que Carlos había sido un gran hombre, había que vengar su muerte, dar<br />

con los asesinos, salvar a <strong>la</strong> patria de los traidores y del peligro de <strong>la</strong> violencia. Sus amigos<br />

publicaron en el periódico una carta exigiendo justicia, hab<strong>la</strong>ndo de <strong>la</strong>s virtudes de Vives y de <strong>la</strong><br />

irreparable pérdida que había sufrido el arte. Yo leí los nombres de gente con <strong>la</strong> que lo había oído<br />

hab<strong>la</strong>r por teléfono, que mencionaba en <strong>la</strong>s conversaciones con Efraín y Renato. No los conocía,<br />

él había dicho que era mejor no mezc<strong>la</strong>r, que nadie iba a entender, que tendrían desconfianza,<br />

que Efraín y Renato sí porque eran sus cuates del alma y porque hacían tantas locuras con sus<br />

<strong>vida</strong>s que cómo no iban a entender <strong>la</strong>s de otros. Recorté todo lo que salió publicado, lo fui<br />

echando en una caja de p<strong>la</strong>ta igual a <strong>la</strong> que tenía con l<strong>la</strong>ve en el último rincón de mi ropero y en<br />

<strong>la</strong> que guardaba sus recados, una foto que nos tomamos en <strong>la</strong> a<strong>la</strong>meda y todos los recortes en<br />

que se hab<strong>la</strong>ba de él después de los conciertos. Hasta los anuncios y <strong>la</strong>s críticas ma<strong>la</strong>s le<br />

guardaba. Tenia una foto suya dirigiendo <strong>la</strong> orquesta, con el pelo sobre <strong>la</strong> frente y <strong>la</strong>s manos<br />

exaltadas. Me dediqué a sobar<strong>la</strong>.<br />

Tirso denunció lo de <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> noventa, el gobernador corrió a Pellico y dec<strong>la</strong>ró su pesar<br />

y su sorpresa. Pellico vino a <strong>la</strong> casa buscando a Andrés. Estaba yo recargada en el barandal del<br />

segundo piso cuando lo vi entrar al despacho.<br />

A los pocos días, con mucho escándalo en todos los periódicos, con Benítez dec<strong>la</strong>rando<br />

contra <strong>la</strong> corrupción y Andrés ratificando su confianza en <strong>la</strong> justicia y <strong>la</strong>s instituciones, metieron<br />

preso a Pellico.<br />

Unos meses después, siete hombres escaparon de San Juan de Dios. Pellico entre ellos.<br />

Hasta hace poco todavía llegaba su tarjeta de Na<strong>vida</strong>d desde Los Ángeles.<br />

CAPÍTULO XX<br />

Me quedé en Pueb<strong>la</strong>. Volver a México me asustaba. En <strong>la</strong> casa del cerro tenía paredes y<br />

recuerdos tan revisados que me protegían. Ya no quería desafíos ni sorpresas. Mejor hacerme<br />

vieja vigi<strong>la</strong>ndo los noviazgos ajenos, sentada en el jardín o junto a <strong>la</strong> chimenea, metida en <strong>la</strong><br />

casita que compré frente al panteón de Tonanzint<strong>la</strong>, a <strong>la</strong> que iba cuando tenía ganas de gritar y<br />

esconderme. Era un cuarto de <strong>la</strong>drillos en el que puse una mecedora y una mesa con mis cajas de<br />

fotos y recortes. No le entraba el sol porque en el patio había un árbol enorme sobre el que se<br />

enredó una bugambilia que pasaba del árbol al techo de <strong>la</strong> casa, cubría <strong>la</strong>s tejas y se asomaba por<br />

<strong>la</strong>s ventanas. Ahí berreaba yo hasta quedarme dormida en el suelo y cuando despertaba con los<br />

ojos hinchados volvía a Pueb<strong>la</strong> lista para otra temporada de serenidad.<br />

Después de <strong>la</strong> muerte de Carlos, Lilia entró en rebeldía contra su padre. Desconfiaba de él,<br />

y quería acompañarme todo el tiempo. Íbamos juntas a comprar fruta a La Victoria, me hacia<br />

llevar<strong>la</strong> al Puerto de Veracruz y escoger con el<strong>la</strong> los vestidos y los zapatos que se compraba cada<br />

dos días. Se puso de moda llenarse los brazos de pulseras de oro con enormes medal<strong>la</strong>s<br />

colgando. Cuando se acercaba sonaba como vaca con cencerros.<br />

No me gustaba comprar en El Puerto porque ahí compraban <strong>la</strong>s mujeres de Andrés. El tenía<br />

una cuenta que arreg<strong>la</strong>ba con los dueños, en <strong>la</strong> que firmaban lo mismo sus hijas que <strong>la</strong> última<br />

viva con <strong>la</strong> que andaba. Yo no. Sólo por Lilia fui de repente. Me gustaba, era curiosa y metiche<br />

como yo. Estaba dispuesta a todo. Las otras hijas de Andrés no eran así.<br />

Después de un tiempo de obedecer a su padre y salir a cenar con los A<strong>la</strong>triste cada vez que<br />

se lo pedían, decidió enamorarse de un muchacho Uriarte. Tenía una moto India y el<strong>la</strong> se iba a<br />

escondidas a correr<strong>la</strong> con él por <strong>la</strong> carretera a Veracruz. Yo <strong>la</strong> protegía y hasta me hice amiga del<br />

muchacho que me caía en gracia y me libraba de emparentar con los A<strong>la</strong>triste.<br />

Emilito volvió con Georgina Letona que le perdonaba todas, y le había aguantado un<br />

noviazgo de ocho años. Era bellísima y lo quería como una boba. No recuerdo a nadie con sus<br />

ojos. Tenía <strong>la</strong>s pestañas apretadas y oscuras, unas cejas como dibujadas y en el centro dos bo<strong>la</strong>s<br />

color miel idénticas al pelo que le caía hasta los hombros. Nunca <strong>la</strong> oí carcajearse: sonreía.<br />

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