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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Verania, que nunca le dijo nada a su padre pero se dedicó a patear <strong>la</strong>s espinil<strong>la</strong>s de Alonso y a<br />
sop<strong>la</strong>rle a Checo intrigas cada vez que podía.<br />
La casa quedaba entre Caleta y Caletil<strong>la</strong>, <strong>la</strong> rodeaba el mar y <strong>la</strong>s tardes ahí se iban como un<br />
sueño. Hubiera podido pasar<strong>la</strong>s todas sentada en <strong>la</strong> terraza mirando al infinito como vieja<br />
empeñada en los recuerdos. El mar era Carlos Vives desde que nos escapamos tres días a una<br />
p<strong>la</strong>ya desierta en Cozumel. Lo miraba tratando de recuperar algo. ¿Qué sería lo mejor? Tanto<br />
tuvimos. ¿Por qué no <strong>la</strong> muerte?, me preguntaba, si hasta los días que pasamos en el mar resultó<br />
inevitable jugar con el<strong>la</strong>.<br />
—Me voy a morir de amor —dije riendo una tarde que caminábamos mojando los pies en el<br />
agua tibia.<br />
En mi miedo de siempre <strong>la</strong> muerta era yo y hasta me parecía romántico dejarlo con <strong>la</strong><br />
ausencia, inventando mis cualidades, sintiendo un hueco en el cuerpo, buscándome en <strong>la</strong>s cosas<br />
que tuvimos juntos.<br />
Muchas veces imaginé a Carlos llorándome, matando a Andrés, enloquecido. Nunca<br />
muerto.<br />
Horas pasaba en Acapulco mirando al mar, con <strong>la</strong> mano de Alonso sobre una de mis piernas<br />
y recordando a Vives:<br />
—Nadie se muere de amor, Catalina, ni aunque quisiéramos —había dicho.<br />
Me hubiera quedado a vivir ahí si para poseer ese lugar no hubiera sido necesario regresar<br />
a México a ganárselo oyendo <strong>la</strong>s rabietas de Andrés contra su compadre, los p<strong>la</strong>nes para ser<br />
Presidente que se le frustraban cada tres mañanas, los discursos de héroe de <strong>la</strong> patria que cada<br />
tiempo le pedían en Pueb<strong>la</strong>.<br />
Además estaba Fito con sus frecuentes l<strong>la</strong>madas para pedir mi presencia en lugares<br />
extraños. Un día tuve que acompañarlo a poner <strong>la</strong> primera piedra de lo que sería el Monumento<br />
a <strong>la</strong> Madre. Echó un discurso sobre el inmenso regocijo de ser madre y cosas por el estilo.<br />
Después me invitó a comer a Los Pinos.<br />
Chofi, que alegó jaqueca y se libró del sol y los apretujones de <strong>la</strong> inauguración, me preguntó<br />
qué me había parecido el discurso de Fito. En lugar de responder que muy acertado y cal<strong>la</strong>rme <strong>la</strong><br />
boca, tuve <strong>la</strong> nefasta ocurrencia de disertar sobre <strong>la</strong>s incomodidades, <strong>la</strong>stres y obligaciones<br />
espeluznantes de <strong>la</strong> maternidad. Quedé como una arpía. Resultaba entonces que mi amor por los<br />
hijos de Andrés era un invento, que cómo podría decirse que los quería si ni siquiera me daba<br />
orgullo ser madre de los que parí. No me disculpé, ni alegué a mi favor ni me importó parecerles<br />
una bruja. Había detestado alguna vez ser madre de mis hijos y de los ajenos, y estaba en mi<br />
derecho a decirlo.<br />
Nos despedimos al terminar el café, y por un tiempo no me invitaron ni supe de ellos. Chofi<br />
me l<strong>la</strong>mó cuando <strong>la</strong> muerte de doña Carmen Romero Rubio, <strong>la</strong> esposa de Porfirio Díaz, para<br />
preguntar si yo iría al entierro y <strong>la</strong>mentar que su marido se lo hubiera prohibido. A el<strong>la</strong> le pareció<br />
siempre que <strong>la</strong> pobre Carmelita era una víctima. Ese día sí le di por su <strong>la</strong>do: —Tienes razón, pobre<br />
Carmelita —dije pero, ¿dónde estaríamos tú y yo si <strong>la</strong> injusticia no hubiera caído sobre el<strong>la</strong> de<br />
manera tan infame? —Colgó con <strong>la</strong> certidumbre de que su marido había hecho muy bien<br />
prohibiéndole ir al entierro.<br />
En cambio Alonso sí acompañó el duelo. Hacía cosas extrañas. Nunca supe qué tenía en <strong>la</strong><br />
cabeza. Lo mismo iba al entierro de Carmelita Romero Rubio, que celebraba toda una noche <strong>la</strong><br />
liberación de París, o pasaba semanas junto a los antropólogos que descubrieron unas esculturas<br />
toltecas en el centro de <strong>la</strong> ciudad. Alegaba que todo cabía en el cine.<br />
Andrés por esos días anduvo metido en un montón de líos. A su amigo el secretario de<br />
Economía un periodista lo acusó de complicidad con los acaparadores y de enriquecimiento<br />
mientras el pueblo padecía <strong>la</strong> escasez. El periodista era amigo de Fito y mi marido consideró que<br />
el artículo era idea de su compadre y estaba dirigido contra él. Intenté convencerlo de, que era<br />
medio complicada su teoría, pero estaba tan seguro que ni me oyó.<br />
A los pocos días <strong>la</strong> CTM hizo desfi<strong>la</strong>r ochenta mil personas en protesta contra <strong>la</strong> carestía<br />
culpando también al amigo de Andrés. Para completar,<br />
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