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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Puse a trabajar a todas <strong>la</strong>s maestras de primaria. Inventé que sus alumnos hicieran unos<br />

plumeros de papel como los que usaban <strong>la</strong>s porristas en Estados Unidos. Sabía que <strong>la</strong> canción<br />

predilecta del Presidente era La Barca de Guaymas, y como es una música sonsa los niños no<br />

tuvieron que excitarse demasiado para mover los plumeros y los pies siguiendo sus compases.<br />

Todos los floristas del mercado se comprometieron a llenar La Reforma con flores, como si <strong>la</strong><br />

avenida fuera una iglesia enorme, y en el piso del zócalo harían una alfombra florida con <strong>la</strong><br />

imagen de una india atendiendo su mano hacia <strong>la</strong> del Presidente. Cuando el señor dejara de pasar<br />

frente a ellos, todos los que estuvieran en <strong>la</strong> valle de Reforma recogerían sus mantas y sus flores<br />

y se irían caminando al zócalo que estaría repleto para cuando él entrara con Andrés en el<br />

convertible. Tras su discurso desde el balcón toda esa gente cantaría Qué chu<strong>la</strong> es Pueb<strong>la</strong> y el<br />

Himno Nacional. Mandé traer a todas <strong>la</strong>s bandas de los pueblos del estado. Formé una orquesta<br />

de 300 músicos que tocarían a cambio del cotón de Santa Ana que se les regaló para que tuvieran<br />

algún uniforme.<br />

Para cuando el secretario particu<strong>la</strong>r del Presidente llegó a ponerse de acuerdo con Andrés,<br />

lo sorprendieron nuestros p<strong>la</strong>nes.<br />

Decidí que comiéramos en el jardín. El menú debía ser el mismo que se le ofrecería al<br />

Presidente dos semanas después. Pero ese mediodía sólo comimos Andrés, Fernando y yo.<br />

Nos pusimos tan formales que Andrés se sentó a <strong>la</strong> izquierda de Fernando y me colocó a mi<br />

a su derecha en una mesa redonda.<br />

Desde el consomé, Fernando empezó a elogiar mis dotes: mi talento, mi inteligencia, mi<br />

gentileza, mi delicadeza, mi interés por el país y <strong>la</strong> política y para colmo que guisara como <strong>la</strong>s<br />

monjas de los conventos pob<strong>la</strong>nos.<br />

—Además, si me lo permite general, su mujer tiene una risa espléndida. Ya no se ríe así <strong>la</strong><br />

gente mayor —dijo Fernando.<br />

—Qué bueno que le guste, licenciado. Esta es su casa, queremos que esté usted contento<br />

—le contestó Andrés.<br />

—Eso queremos —dije yo y puse mi mano en su pierna.<br />

El no <strong>la</strong> movió ni cambió de gesto.<br />

Andrés empezó a hab<strong>la</strong>r del motín en Jalisco. Lamentó <strong>la</strong> muerte de un sargento y un<br />

soldado, elogió al gobernador que dio <strong>la</strong> orden de irse sobre los campesinos amotinados.<br />

—Hay cosas que no se pueden permitir —le contestó Fernando.<br />

Yo, que por esas épocas todavía decía lo que pensaba, intervine:<br />

—Pero, ¿no hay otra manera de impedir<strong>la</strong>s más que echándoles encima el ejército y<br />

matando a doce indios? Les cobraron a seis por uno cada muerto. Y ni siquiera se sabe por qué se<br />

amotinaron esos indios.<br />

—Ya te salió lo mujer. Está usted hab<strong>la</strong>ndo de su inteligencia y luego le sale lo sensiblera<br />

—dijo Andrés.<br />

—Quizá tenga razón general, debíamos encontrar otras maneras —contestó Femando y<br />

puso su mano en mi pierna. La sentí sobre <strong>la</strong> seda de mi vestido y me olvidé de los doce<br />

campesinos. Después <strong>la</strong> quitó y se puso a comer como si fuera <strong>la</strong> última vez.<br />

Nos hicimos amigos. Cuando iba yo a México lo l<strong>la</strong>maba con algún recado de Andrés o con<br />

algún pretexto, <strong>la</strong> cosa era oír su voz y si era posible verlo un momento. Después me regresaba<br />

<strong>la</strong>s tres horas de carretera repitiendo su nombre.<br />

Le pedía al chofer que era muy entonado que me cantara Contigo en <strong>la</strong> distancia y me<br />

acostaba en el asiento del Packard negro a oírlo y a extrañar. Les buscaba varios significados a<br />

sus frases más simples y casi llegaba a creer que se me había dec<strong>la</strong>rado con disimulo por respeto<br />

a mi general. Recordaba con precisión cada una de <strong>la</strong>s cosas que me había dicho y de un «espero<br />

que nos veamos pronto» sacaba <strong>la</strong> certidumbre de que él sufría mi ausencia tanto como yo <strong>la</strong><br />

suya y que se pasaba los días contando el tiempo que le faltaba para verme por casualidad. Me<br />

gustaba pensar en su boca, en <strong>la</strong> sensación que me recorría el cuerpo cuando me besaba <strong>la</strong> mano<br />

como saludo y despedida. Un día no me aguanté. Me había acompañado a <strong>la</strong> puerta de su oficina<br />

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