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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Siempre me han gustado tus piernas —dijo Lilia, metiéndose en <strong>la</strong> falda de su traje<br />

sastre. Era de tergal y le caía perfecto. Se puso una blusa de seda roja y encima el saco azul<br />

marino de <strong>la</strong> misma te<strong>la</strong> que <strong>la</strong> falda. Perdió un zapato. Lo encontramos abajo de una maleta.<br />

—Tienes chueca <strong>la</strong> raya de <strong>la</strong>s medias —dije.<br />

—Tú siempre con que tengo chuecas <strong>la</strong>s rayas —dijo, parándose de espaldas frente a mí<br />

para que yo se <strong>la</strong>s enderezara como cualquier otro día. Me agaché hasta sus piernas.<br />

—¿Entonces qué? ¿Me pongo y ya? —preguntó.<br />

—Te pones dónde? —dije.<br />

—Abajo de él.<br />

—Abajo y que se dé de saltos —dije, y <strong>la</strong> besé.<br />

—Dame <strong>la</strong> bendición, entonces. Como cuando era yo chica y te ibas de viaje —dijo al oír a<br />

Emilio l<strong>la</strong>mándo<strong>la</strong>.<br />

Era curiosa y mandona como su padre. Y como su padre una arbitraria perfecta.<br />

Le puse <strong>la</strong> punta de <strong>la</strong> mano extendida en <strong>la</strong> frente y luego <strong>la</strong> bajé hasta su pecho y fui de<br />

un hombro a otro mirándo<strong>la</strong> aguantar <strong>la</strong> risa y <strong>la</strong> emoción, los ojos húmedos y los cachetes rojos.<br />

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que te vaya bien con todo y sobre todo<br />

con el Espíritu Santo.<br />

Me quedé sentada en el suelo hasta que un mozo entró a preguntarme si podía bajar <strong>la</strong>s<br />

maletas. Entonces me levanté a cerrar el desorden que había dejado Lilia y salí del cuarto junto<br />

con <strong>la</strong>s maletas.<br />

Abajo en el jardín había un griterío por los novios que se irían en el Ferrari, regalo de Andrés<br />

a su hija. Lo habían pintado con bilé diciendo «recién casados» y tenía botes amarrados a <strong>la</strong><br />

salpicadera para que fueran haciendo ruido al rodar. Lilia subió al coche y se despidió con <strong>la</strong> mano<br />

como artista de cine. Sus hermanos se acercaron a besar<strong>la</strong>. El único que parecía sobrar era<br />

Emilito mirando al fondo del jardín como si esperara algo.<br />

—Adiós —dijo Lilia estirando <strong>la</strong> boca para besar a su padre que presidía el jolgorio de <strong>la</strong><br />

despedida. Emilito señaló un Plymouth negro que se estacionó detrás:<br />

—Nos vamos en aquél, mi <strong>vida</strong>. Ya están allá <strong>la</strong>s maletas.<br />

Los viejos A<strong>la</strong>triste se acercaron a despedirse, besaron a su hijo y doña Concha se puso a<br />

llorar. Lili no se había movido del Ferrari.<br />

—Bájate, Lilia —dijo Emilito.<br />

—Me quiero ir en éste —contestó el<strong>la</strong>.<br />

—Pero nos iremos en el otro.<br />

—Si te pones así mejor cada quien en el suyo —dijo Lili. Se corrió al vo<strong>la</strong>nte del Ferrari y lo<br />

hechó a andar. Los botes hicieron un ruido terrible y el Ferrari desapareció escandalosamente por<br />

el portón de <strong>la</strong> calle.<br />

—Esa es hembra, no pedazos —dijo Andrés para aumentar <strong>la</strong> ira de Milito que salió tras el<strong>la</strong><br />

en el otro coche. Luego me ofreció el brazo, preguntó dónde había estado y fui con él a bai<strong>la</strong>r.<br />

Cuando volvimos a <strong>la</strong> mesa principal, ya no estaban ahí doña Concha ni su marido.<br />

—Vamos a dar <strong>la</strong>s gracias —ordenó Andrés, tomando una botel<strong>la</strong> de champaña y dos copas.<br />

Fuimos a brindar de mesa en mesa. Con un discurso especial para cada quien agradecimos <strong>la</strong><br />

presencia y los regalos, Andrés era un genio para eso.<br />

Cuando abrazó solemnemente a su compadre, Rodolfo dijo que debía volver a México.<br />

Estaba con él Martín Cienfuegos y se irían juntos. Lo dijeron y Andrés acentuó el gesto de<br />

cordialidad y brindó con el secretario de Hacienda. Se detestaban. Cada uno estaba seguro de<br />

que el otro era su peor rival en el camino a <strong>la</strong> presidencia, y en los últimos tiempos, Andrés mucho<br />

más seguro que Cienfuegos. Los acompañamos hasta <strong>la</strong> puerta del jardín.<br />

—Este <strong>la</strong>megüevos de Martín está convenciendo al Gordo de sus encantos. Y el Gordo que<br />

necesita poco, con <strong>la</strong> pura casa que le regaló tiene para darle <strong>la</strong> presidencia y <strong>la</strong>s nalgas muerto<br />

de risa —dijo Andrés, cuando regresábamos a <strong>la</strong>s mesas. Lo dijo con rabia, pero por primera vez<br />

también con pesar.<br />

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