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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Puedo quedarme hasta <strong>la</strong> una —contesté y nos fuimos corriendo del restorán a un cuarto<br />

con un balcón que daba a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za y que abrí para sentir el frío, ver el Pa<strong>la</strong>cio y <strong>la</strong> Catedral.<br />

—Siempre tenemos que coger a escondidas —dije.<br />

—¿Para qué te casaste a los dieciséis años con un general que es compadre del Presidente?<br />

—Yo qué sé para qué hacía <strong>la</strong>s cosas a los dieciséis años. Tengo treinta, quiero mandarme,<br />

quiero vivir contigo, quiero que <strong>la</strong> bo<strong>la</strong> de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que<br />

<strong>la</strong> que se viene de a de veras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus<br />

amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.<br />

—Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no?<br />

—Si —dije, y se me olvidó el alegato.<br />

Cuando nos despedimos lo volví a recordar, casi me gustó tener que decirle que me iría<br />

cuatro días al encierro de Pueb<strong>la</strong>, sin él, con mi marido, con mis hijos y mis sirvientas, a mi casa,<br />

mezc<strong>la</strong> de guarida y convento, llena de corredores y macetas, recovecos y fuentes.<br />

—Qué pena —dijo muy calmado.<br />

—No te importa, c<strong>la</strong>ro que ni te importa —le grité. Total te quedas muy cogidito y me<br />

mandas con el otro. Maricón —dije cerrando <strong>la</strong> puerta del coche y ordenándole a Juan que<br />

arrancara.<br />

Pasé furiosa toda <strong>la</strong> mañana del viernes. Lilia me lo notó desde temprano.<br />

—¿No quieres ir? Antes te gustaba regresar —dijo. Es bonito Pueb<strong>la</strong>.<br />

—¿Vas a decirme qué te está pareciendo el novio que te inventó tu papá? —le pregunté.<br />

—Es buena gente —contestó.<br />

Tenía 16 años, unos pechos perfectos, unas piernas <strong>la</strong>rgas y duras, los ojos vivísimos y <strong>la</strong><br />

risa llena de certidumbre.<br />

—Es un cabrón bien hecho. Enchinchó siete años a Georgina Letona y ahora <strong>la</strong> deja para<br />

noviar contigo, que eres muy linda y muy fresca, y casualmente <strong>la</strong> hija de Andrés Ascencio. ¿No<br />

te das cuenta de que eres un negocio?<br />

—Qué complicaciones haces, mamá. Estás así porque no quieres dejar a Carlos cuatro días.<br />

—A mí qué me importa Carlos —dije.<br />

—Se nota que nada.<br />

—¿Vienes a montar? —me contestó riéndose.<br />

—No puedo. No he organizado lo de <strong>la</strong>s comidas ni sé cuántos vamos a ser.<br />

—Cómo te complicas —dijo. Y se fue haciendo ruido con <strong>la</strong>s botas.<br />

Quince años antes, yo era como Lilia. ¿En qué momento empezó a ser primero <strong>la</strong> comida de<br />

los otros que mis ganas de correr a caballo?<br />

L<strong>la</strong>mé a Pueb<strong>la</strong> para hab<strong>la</strong>r con Matilde <strong>la</strong> cocinera. Le pedí que hiciera Lomo en chile pasil<strong>la</strong><br />

para <strong>la</strong> noche.<br />

—¿No será muy pesado para <strong>la</strong> noche, señora? —contestó en el tonito con que le gustaba<br />

corregirme. Casi siempre acababa dándole <strong>la</strong> razón y quitándome de problemas, pero esa<br />

mañana me empeñé en el lomo.<br />

—¿No será mejor un pollo con hierbitas de olor? Ese le gusta mucho al general.<br />

—Haga el lomo, Matilde.<br />

—Lo que usted diga, señora —contestó.<br />

Estaba medio enamorada de Andrés. Tenía mi edad y un hijo viviendo con su mamá en San<br />

Pedro.?e veía vieja. Le faltaban dos dientes y nunca se puso a dieta ni fue a <strong>la</strong> gimnasia ni se<br />

compró cremas caras. Parecía veinte años más vieja que yo. No me quería nada y tenía razón. Me<br />

quedé pensando en que tendría que lidiar<strong>la</strong> todo el puente.<br />

Seguía yo sentada junto a <strong>la</strong> mesita del teléfono, mirándome <strong>la</strong> punta de los mocasines,<br />

cuando entró Carlos al hall con una maleta en <strong>la</strong> mano.<br />

—¿La salida es a <strong>la</strong>s doce? —preguntó.<br />

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