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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Despertó a tiempo para organizar un romántico desayuno en el jardín cerca de <strong>la</strong> alberca.<br />
Cuando el general bajó, el<strong>la</strong> tenía puesto un de<strong>la</strong>ntal de organdí b<strong>la</strong>nco y <strong>la</strong> sonrisa de esposa<br />
mezc<strong>la</strong>da con ángel que tanto le había servido en <strong>la</strong> <strong>vida</strong> y de <strong>la</strong> que no quería separarse jamás.<br />
Cocinó el desayuno y lo sirvió. Después, con el mismo pudor que si se desnudara, se quitó el<br />
de<strong>la</strong>ntal y fue a sentarse junto al satisfecho general.<br />
Estaban terminando el café cuando llegó el asistente menudo y nervioso que iba siempre<br />
tras su marido recordándole compromisos y apuntando detalles. Bibi le preguntó si quería café y<br />
se lo sirvió mientras Gómez Soto iba al baño antes de salir. Se habían hecho amigos, a veces<br />
hacían chistes sobre <strong>la</strong>s obsesiones del general.<br />
—Estás ojeroso —le dijo Bibi.<br />
—Todavía no me repongo del viajecito. Fui a Suiza y regresé en treinta horas. A comprar<br />
unos sobres, ¿me crees?<br />
—Para que no andes jugando con lo de comer —le dije cuando terminó su historia.<br />
—Después de todo, estuvo rico —me contestó. Si se te antoja dar una jugada, el martes<br />
Alonso Quijano estrena su pelícu<strong>la</strong>. Me pidió que te invitara.<br />
Lo consulté con <strong>la</strong> Palmita que siempre me pareció una mujer sensata y acabé yendo con<br />
el<strong>la</strong>. La pelícu<strong>la</strong> era malísima. Pero Quijano volvió a gustarme; tanto, que fui primero al coctel y<br />
después a su casa y de ahí a su cama sin detenerme siquiera a pensar en Andrés. Hasta que<br />
empezó a amanecer desperté medio asustada. Escribí en un papel: »Gracias por <strong>la</strong> acogida» y me<br />
fui.<br />
Llegué a <strong>la</strong> casa cuando el sol entraba apenas por los árboles del jardín. Igual a <strong>la</strong> mañana<br />
en que lo vi salir junto a Carlos.<br />
Estaba tan lejos y <strong>la</strong> recordaba como si fuera el mismo día. ¿Miedo a Andrés? ¿Miedo de<br />
qué?<br />
Entré a nuestro cuarto haciendo ruido, con ganas de que me notara. Tampoco había<br />
llegado.<br />
CAPÍTULO XXIII<br />
Sin decidirlo me volví distinta.<br />
Le pedí a Andrés un Ferrari como el de Lllia. Me lo dio. Quise que me depositara dinero en<br />
una cuenta personal de cheques, suficiente dinero para mis cosas, <strong>la</strong>s de los niños y <strong>la</strong>s de <strong>la</strong><br />
casa. Mandé abrir una puerta entre nuestra recámara y <strong>la</strong> de junto y me cambié pretextando que<br />
necesitaba espacio. A veces dormía con <strong>la</strong> puerta cerrada. Andrés nunca me pidió que <strong>la</strong> abriera.<br />
Cuando estaba abierta, él iba a dormir a mi cama. Con el tiempo hasta parecíamos amigos otra<br />
vez.<br />
Aprendí a mirarlo como si fuera un extraño, estudié su manera de hab<strong>la</strong>r, <strong>la</strong>s cosas que<br />
hacia, el modo en que iba resolviéndo<strong>la</strong>s. Entonces dejó de parecerme impredecible y arbitrario.<br />
Casi podía yo saber qué decidiría en qué asuntos, a quién mandaría a qué negocio, cómo le<br />
contestaría a tal secretario, qué diría en el discurso de tal fecha.<br />
Dormía con Quijano muchas veces. El se cambió a una casa con dos entradas, dos<br />
fachadas, dos jardines al frente. Uno daba a una calle y otro a <strong>la</strong> de atrás. El entraba por un <strong>la</strong>do<br />
y yo por el opuesto. Los dos llegábamos exactamente en el mismo tiempo al mismo cuarto lleno<br />
de sol y p<strong>la</strong>ntas. Quijano era un solemne. Intentaba describir lo que dio en l<strong>la</strong>mar «lo nuestro» y<br />
hacía unos discursos con los que parecía ensayar el guión de su próxima pelícu<strong>la</strong>. Hab<strong>la</strong>ba de mi<br />
frescura, de mi espontaneidad, de mi gracia. Oyéndolo me iba quedando dormida y descansaba<br />
de todo hasta horas después.<br />
Andrés compró una casa en Acapulco a <strong>la</strong> que no iba nunca porque el mar le parecía una<br />
pérdida de tiempo. Yo me <strong>la</strong> apropié. Íbamos ahí muchos fines de semana. Invitaba otros amigos<br />
para disimu<strong>la</strong>r, llevaba a los niños, iba Lilia cuando quería descansar de Emilito, por supuesto<br />
venían Marce<strong>la</strong> y Octavio. Para todos era más o menos obvia mi re<strong>la</strong>ción con Quijano, hasta para<br />
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