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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
contaba con los «Ascencio and Campos boys». Terminaba con una lista más bien precaria de los<br />
crímenes familiares.<br />
—No te aflijas —le dije. Andrés nunca se preocupó por los que le sacaban cuando su<br />
campaña. De todos modos vas a ganar, ¿o no?<br />
—Quiero que vengas conmigo al desfile —contestó agachando <strong>la</strong> cabeza. Al día siguiente<br />
mandó por mí a <strong>la</strong> casa. El chofer me entregó un<br />
ramo de flores que llevaba una tarjeta diciendo: «Por rega<strong>la</strong>rme <strong>la</strong> suerte este primero de mayo,»<br />
Vimos el desfile del día del Trabajo desde el balcón de <strong>la</strong>s oficinas de <strong>la</strong> CTM en Madero:<br />
Álvaro Cordera, delgado y fino, de pie junto a Fito<br />
que llevó <strong>la</strong> cara de siempre, regordeta, sonriente a medias, agazapada por completo. Todo fue<br />
bien hasta que empezaron a desfi<strong>la</strong>r los ferrocarrileros vitoreando a Bravo y aventando naranjas<br />
podridas al balcón en que estábamos. Creí que Rodolfo iba a empezar a hacer pucheros, pero en<br />
vez de eso agudizó <strong>la</strong> solemnidad de sus aburridas facciones y permaneció firme, sin perder <strong>la</strong><br />
media risa, de pie junto a Cordera.<br />
Me había puesto un vestido de gasa c<strong>la</strong>ra. De pronto una naranja se estrelló contra mi falda.<br />
Dada <strong>la</strong> ecuanimidad de Rodolfo pensé que lo correcto sería también sonreír y no moverme. Eso<br />
hice. Cuando terminó el desfile, Fito le preguntó a Cordera si no creía que mi actitud era<br />
comparable a <strong>la</strong> de una reina sabia, Cordera, con coda tranquilidad dijo que sí.<br />
—Sofía nunca hubiera aguantado. ¡Qué bien escogió Andrés! —dijo Fito. Eres una mujer<br />
cabal y valerosa —siguió diciendo cuando íbamos en el coche rumbo a mi casa. Cuando llegamos<br />
me acompañó hasta <strong>la</strong> puerta y se despidió besándome <strong>la</strong>s manos y <strong>la</strong> falda manchada.<br />
—¿Será que él escribe sus discursos? —me pregunté mientras subía <strong>la</strong>s escaleras yendo a<br />
mi recámara. Es tan cursi que bien podría dedicarse a escribir discursos.<br />
En <strong>la</strong> tarde l<strong>la</strong>mó Andrés para darme <strong>la</strong>s gracias. Completó <strong>la</strong> otra mitad del discurso en<br />
torno a mis glorias.<br />
—Eres una vieja chingona. Aprendiste bien. Ya puedes dedicarte a <strong>la</strong> política. Mantenme así<br />
al Gordo —dijo.<br />
Lo imaginé sentado frente a su escritorio lleno de papeles que nunca leía. Casi vi su boca<br />
echando carcajadas de agradecimiento. Algo de él me gustaba todavía.<br />
—¿Cuándo vienes? —dije.<br />
—Ven tú mañana, el día cinco llega el Presidente Aguirre.<br />
Fui. El desfile salió perfecto. Miles de niños vestidos con trajes regionales cruzaron frente a<br />
nosotros en una marcha de colores disciplinados y bril<strong>la</strong>ntes. Aguirre le agradeció a Andrés, doña<br />
Lupe fue conmigo al hospicio y donó los desayunos de los próximos seis meses. Luego subimos a<br />
un coche que nos llevó a <strong>la</strong> sierra. Ahí Andrés había organizado una fi<strong>la</strong> de indios dispuestos a<br />
pedirle cosas al Presidente. Pasamos <strong>la</strong> tarde oyéndolos. Como a <strong>la</strong>s ocho me llevé a doña Lupe<br />
a cenar café con leche y pan dulce. A <strong>la</strong>s once volvimos a encontrar a su marido oyendo indios.<br />
Junto a él, Andrés chupaba su puro inmutable y comp<strong>la</strong>cido. Doña Lupe y yo nos fuimos a dormir.<br />
Eran <strong>la</strong>s cuatro de <strong>la</strong> mañana cuando mi general entró al cuarto que compartíamos.<br />
—Cabrón incansable —protestó metiéndose en <strong>la</strong> cama. Me abrazó. Se me andaba<br />
ol<strong>vida</strong>ndo lo buena que estás —dijo.<br />
—Tanta otra vieja con que andas —le contesté.<br />
—No profanes, Catín. Si eres tan lista, mejor no digas nada.<br />
—¿Qué sentirán los presidentes cuando se les va acabando el turno? —dije. Pobre general<br />
Aguirre.<br />
—¿No digo bien que estás buenísima? —me contestó.<br />
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