Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
CAPÍTULO XXV<br />
El presidente municipal de Pueb<strong>la</strong> entró corriendo al cuarto del helecho:<br />
—Señora, parece que el general se emocionó demasiado —dijo. Venga usted pronto, no<br />
está bien.<br />
Bajé hasta <strong>la</strong> que había sido nuestra recámara. Andrés estaba echado en <strong>la</strong> cama, aún más<br />
pálido que otros días y ja<strong>la</strong>ndo aire con dificultad.<br />
—¿Qué te pasa? ¿No estuvo bien? ¿Por qué no te quedaste a <strong>la</strong> comida? —pregunté.<br />
—Me cansé y no quise morirme a media calle. L<strong>la</strong>ma a Esparza y a Téllez.<br />
—No seas exagerado —dije. Todo el mundo se cansa, llevas meses del tingo al tango.<br />
Deberías ir a Acapulco más seguido.<br />
—Acapulco. Ese horror sólo lo soportas tú. Y lo soportas con tal de escaparte, de<br />
abandonarme con el pretexto de que te hace bien el mar. Lo que te hace bien es dejarme.<br />
—Mentiroso.<br />
—No te hagas pendeja. Los dos sabemos para qué está <strong>la</strong> casa de Acapulco.<br />
—Tú parece que no lo sabes, casi nunca quieres ir.<br />
—No tengo tiempo para andar chapoteando y no descanso ahí. Me molesta el mar, no se<br />
cal<strong>la</strong> nunca, parece mujer. A donde voy a irme es a Zacatlán. Ahí entre los cerros se descansa<br />
bien y los días duran tanto que da tiempo de todo.<br />
—Pero no hay nada qué hacer. ¿De qué te sirve el tiempo ahí? —dije.<br />
—Siempre has de intrigar contra mi tierra, vieja desarraigada —dijo tratando de sacar un<br />
pie de <strong>la</strong> bota.<br />
—Voy a l<strong>la</strong>mar a Tulio para que te ayude, no hagas esfuerzo, de veras estás cansado.<br />
—Te digo que l<strong>la</strong>mes a Téllez pero quieres que me muera sin ayuda.<br />
—L<strong>la</strong>mamos a Téllez cada vez que estornudas, ya me da pena.<br />
—Pena es lo último que tú vas a sentir. Llámalo. Ahora sí te <strong>la</strong> voy a hacer buena, me voy<br />
a morir, llámalo de testigo no vayan a decir que me envenenaste.<br />
Me senté en el borde de <strong>la</strong> cama y le di unas palmadas en <strong>la</strong> pierna. Siguió hab<strong>la</strong>ndo con una<br />
sua<strong>vida</strong>d que alguna vez le conocí en destellos. Estaba extraño.<br />
—Te jodí <strong>la</strong> <strong>vida</strong>, ¿verdad? —dijo. Porque <strong>la</strong>s demás van a tener lo que querían. ¿Tú qué<br />
quieres? Nunca he podido saber qué quieres tú. Tampoco dediqué mucho tiempo a pensar en eso,<br />
pero no me creas tan pendejo, sé que te caben muchas mujeres en el cuerpo y que yo sólo conocí<br />
a unas cuantas.<br />
Se había ido poniendo viejo. Durante <strong>la</strong>s últimas semanas lo vi adelgazar y encogerse de a<br />
poco, pero esa tarde envejecía en minutos. De pronto el saco resultó enorme para él. Tenía los<br />
hombros enjutos y <strong>la</strong> cara inclinada, <strong>la</strong> barba se le perdía entre el cuello duro de <strong>la</strong> casaca militar<br />
y los galones parecían más tiesos que nunca.<br />
—Quítate esto —le dije. Te ayudo.<br />
Empecé a desabrochar aquel<strong>la</strong> cosa dura, a lidiar con los botones dorados que siempre eran<br />
más grandes que los ojales. Jalé una manga y di <strong>la</strong> vuelta por su espalda para ja<strong>la</strong>r <strong>la</strong> otra. Lo<br />
besé en <strong>la</strong> nuca.<br />
ves?<br />
—¿De veras te quieres morir? —pregunté.<br />
—¿Cómo me voy a querer morir? No me quiero morir, pero me estoy muriendo, ¿no me<br />
Esparza y Téllez, los dos médicos más famosos de <strong>la</strong> localidad, los médicos de Andrés para<br />
los catarros y <strong>la</strong>s diarreas que le daban de vez en cuando, y para todas <strong>la</strong>s enfermedades<br />
mayores que se inventaba cada tres días, entraron con <strong>la</strong> misma parsimonia de siempre y con <strong>la</strong><br />
misma certidumbre de que saldrían del asunto como siempre, dándole al general aspirinas<br />
pintadas de un nuevo color. Estaban acostumbrados al juego. El último mes los l<strong>la</strong>mábamos cada<br />
vez que mi marido se quedaba sin quehacer o sin con quién conversar. Necesitaba tanto tener<br />
108