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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Oscurecía. Nadie estaba en el patio del centro. Fui al jardín de atrás. Subí <strong>la</strong>s escaleras<br />
l<strong>la</strong>mándolos. No los encontré. Las luces de sus cuartos estaban apagadas. Toqué en <strong>la</strong> recámara<br />
de Lilia que era <strong>la</strong> única encendida.<br />
—¿Qué te pasa, mamá? Gritas como si se te escapara el cielo.<br />
Estaba linda. Con una bata ajustada en <strong>la</strong> cintura, <strong>la</strong> cara infantil y limpia. Se quitaba <strong>la</strong>s<br />
anchoas. Las iba soltando rápido y el pelo le salía rizado bajo los oídos.<br />
—¿A dónde vas? —le pregunté.<br />
—A cenar con Emilio —el mismo tono con que su padre me respondía: «a <strong>la</strong> oficina».<br />
—Qué desperdicio, mi amor. Dieciséis años y ese cuerpo, y esa cabeza a <strong>la</strong> que tanto le falta<br />
aprender, y esos ojos bril<strong>la</strong>ntes y todo lo demás se va a quedar en <strong>la</strong> cama de Milito. El pendejo<br />
de Milito, el oportunista de Milito, el baboso de Milito que no es nada más que el hijo de su papá,<br />
un atracador como el tuyo pero con ínfu<strong>la</strong>s de noble. Es una lástima, mi amor. Lo vamos a<br />
<strong>la</strong>mentar siempre.<br />
—No exageres, mamá. Emilio juega bien tenis, no es simpático pero tampoco es feo. Es<br />
muy amable, se viste de maravil<strong>la</strong> y a mi papá le conviene que yo me case con él.<br />
—Eso sí está c<strong>la</strong>ro —dije.<br />
—Le gusta <strong>la</strong> música. Nos lleva a los conciertos de Carlos.<br />
—Porque están de moda y porque son una buena oportunidad de sentarse dos horas sin que<br />
se le note que no piensa nada —contesté.<br />
Los cuartos daban a un pasillo abierto con un barandal del que colgaban macetas.<br />
—Hace frío. ¿Seguimos p<strong>la</strong>ticando aquí adentro? —dijo metiéndose al cuarto. La seguí. Se<br />
paró frente al tocador a cepil<strong>la</strong>rse el pelo.<br />
—¿Dónde estarán éstos? —pregunté. ¿Por qué se fueron sin mí?<br />
—Porque ya no te quieren —dijo extendiendo su risa todavía de niña.<br />
—¿Ni un recado? —preguntó. Entonces recordé <strong>la</strong> maceta en el cuarto de Carlos.<br />
—Que quedes preciosa mi amor. Voy a estar en el costurero. Pasa a verme —le dije y salí<br />
corriendo hasta <strong>la</strong> maceta con el helecho. Hurgué entre <strong>la</strong>s hojas, encontré un papel, con su letra:<br />
«Mi muy querida: Esperaba que vinieras pronto, aunque fuera vestida. Tuve que salir<br />
porque recibí un recado de Medina pidiendo verme a <strong>la</strong>s seis en <strong>la</strong> puerta de San Francisco. Me<br />
llevé a los niños y <strong>la</strong> evocación exacta de tus redondas nalgas. Besos aunque sea en <strong>la</strong> boca. YO.»<br />
Bajé corriendo <strong>la</strong>s escaleras. Crucé el patio del centro al que Andrés se asomaba recién<br />
despertado.<br />
—¿Quién está dispuesto para el dominó? —me preguntó.<br />
—No sé. Carlos y los niños se fueron a San Francisco. Yo voy a buscarlos. No he pasado por<br />
el salón de juegos pero ya debes tener ahí cliente<strong>la</strong>. Ahorita le digo a Lucina que te mande el café<br />
y los choco<strong>la</strong>tes —dije todo eso, rapidísimo y sin detenerme.<br />
—¿Carlos se llevó a los niños? ¿Quién le dio permiso? —gritó Andrés.<br />
—Siempre se los lleva —contesté también gritando mientras bajaba <strong>la</strong>s escaleras rumbo al<br />
garage.<br />
El coche que encontré cerca de <strong>la</strong> puerta era un convertible. Me subí en ése y bajé a San<br />
Francisco derrapando. Cuando llegué al parque fui más despacio, pensé que <strong>la</strong> conversación con<br />
Medina no iba a ser en <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> iglesia y que Carlos necesitaría que los niños jugaran en<br />
alguna parte mientras él conversaba. No los vi entre los árboles, ni caminando sobre los bordes<br />
de <strong>la</strong>s fuentes, ni bebiéndose el agua puerca que unas ranas de ta<strong>la</strong>vera echaban por <strong>la</strong> boca. No<br />
estaban en los columpios ni en <strong>la</strong>s resba<strong>la</strong>dil<strong>la</strong>s, ni en ninguno de los sitios en que jugaban<br />
habitualmente. Tampoco vi a Carlos sentado en una de <strong>la</strong>s bancas ni tomando café en los puestos<br />
de chalupas. Me entró furia contra él. ¿Por qué se metía en política? ¿Por qué no se dedicaba a<br />
dirigir su orquesta, a componer música rara, a p<strong>la</strong>ticar con sus amigos poetas y a coger conmigo?<br />
¿Por qué <strong>la</strong> fiebre idiota de <strong>la</strong> política? ¿Por qué tenía que ser amigo de Álvaro y no de alguien<br />
menos complicado? ¿Dónde estaban? Hacía frío. Seguro se salieron sin suéter —pensé. Les va a<br />
dar gripa a los tres y a mí pulmonía por andar en este pinche coche abierto. ¿Donde están? ¿Se<br />
habrán ido al zócalo?<br />
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