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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Revolución evitaría. El joven Ascencio pasó <strong>la</strong> noche maldiciendo y se propuso todo antes que<br />
seguir de arrimado y en <strong>la</strong> miseria.<br />
Entró a trabajar en <strong>la</strong>s tardes de ayudante de un cura español que era párroco en Mixcoac.<br />
Pero para su desgracia le duró poco ese trabajo porque Obregón impuso al clero de <strong>la</strong> capital una<br />
contribución de 500.000 pesos y como no pudieron pagar<strong>la</strong> todos los curas fueron llevados al<br />
cuartel general. Andrés acompañó al padre José que estaba riquísimo y lo oyó jurar por <strong>la</strong> Virgen<br />
de Covadonga que no tenia un centavo. Obregón ordenó que los curas mexicanos se quedaran<br />
detenidos y soltó a los extranjeros con <strong>la</strong> condición de que abandonaran el país. Ni un día tardó<br />
el padre José en despedirse de sus feligreses y salir rumbo a Veracruz con una maleta llena de<br />
oro. Al menos eso sintió Andrés que <strong>la</strong> cargó hasta <strong>la</strong> estación de trenes.<br />
Las cosas se fueron poniendo peores. Hasta <strong>la</strong>s vacas daban menos leche, estaban f<strong>la</strong>cas y<br />
mal comidas. Eu<strong>la</strong>lia y él caminaban toda <strong>la</strong> ciudad buscando pan y carbón, muchas veces no<br />
encontraban, muchas no podían pagar ni eso.<br />
En marzo, para alimento de don Refugio y su hija, el Ejército del Sur volvió a ocupar <strong>la</strong><br />
ciudad haciendo que Obregón huyera <strong>la</strong> noche anterior. Tras ellos llegó el Presidente de <strong>la</strong><br />
Convención y <strong>la</strong> mayoría de los delegados.<br />
Por más que <strong>la</strong>s esperanzas de Eu<strong>la</strong>lia y su padre crecían, no lograban contagiar a Andrés.<br />
Para colmo Eu<strong>la</strong>lia estaba embarazada otra vez. En el establo les pagaban con irregu<strong>la</strong>ridad y les<br />
descontaban puntualmente <strong>la</strong>s ausencias. Andrés empezó a detestar <strong>la</strong>s ilusiones de su mujer.<br />
Hubiera querido irse. Casi veinte años después no se explicaba por qué no se había ido.<br />
Eu<strong>la</strong>lia estaba segura de que los señores de <strong>la</strong> Convención no sabían bien a bien por lo que<br />
pasaba el pueblo, así que cuando oyó que se organizaría a <strong>la</strong> gente para ir a pararse a una de <strong>la</strong>s<br />
sesiones con los cestos vacíos y pidiendo maíz, no dudó en ir. Andrés no quería acompañar<strong>la</strong>,<br />
pero cuando <strong>la</strong> vio en <strong>la</strong> puerta con <strong>la</strong> niña metida en el rebozo y <strong>la</strong> cara de fiesta, <strong>la</strong> siguió.<br />
—¡Maíz! ¡Pan! —gritaba una muchedumbre mostrando canastas vacías y niños<br />
hambrientos. Mientras su mujer gritaba con los demás, Andrés mentaba madres y se pendejaba<br />
seguro de que por ahí no iban a lograr nada.<br />
Un representante de <strong>la</strong> Convención avisó a <strong>la</strong> muchedumbre que se comprarían artículos de<br />
primera necesidad hasta por cinco millones de pesos.<br />
—Te lo dije, nos va a sobrar <strong>la</strong> comida —anunció Eu<strong>la</strong>lia al día siguiente, antes de salir con<br />
su canasta a ver qué recogía en <strong>la</strong> venta de maíz barato que el Presidente ordenó se hiciera en el<br />
patio de <strong>la</strong> Escue<strong>la</strong> de Minería. Esa vez no <strong>la</strong> acompañó. La vio salir cargando a <strong>la</strong> niña, con <strong>la</strong><br />
panza volviendo a saltársele. F<strong>la</strong>ca y ojerosa, con el lujo de <strong>la</strong> sonrisa que no perdía. Pensó que<br />
su mujer se estaba volviendo loca y se quedó sentado en el suelo fumando una colil<strong>la</strong> de cigarro.<br />
Como se hizo de noche y Eu<strong>la</strong>lia no volvía, fue a buscar<strong>la</strong>. Cuando llegó a <strong>la</strong> Escue<strong>la</strong> de<br />
Minería encontró a unos soldados juntando zapatos y canastas abandonadas y ni un grano de<br />
maíz en todo el patio. Habían ido más de diez mil personas a buscarlo. La lucha por un puño se<br />
volvió feroz, <strong>la</strong> gente se arremolinó y se ap<strong>la</strong>stó. Hubo como doscientos desmayados, unos<br />
porque casi se asfixiaron y otros porque les dio inso<strong>la</strong>ción. Los habían recogido <strong>la</strong>s ambu<strong>la</strong>ncias<br />
de <strong>la</strong> Cruz Roja.<br />
Andrés fue por Eu<strong>la</strong>lia al viejo hospital de <strong>la</strong> Cruz Roja. La encontró echada en un catre, con<br />
<strong>la</strong> niña desca<strong>la</strong>brada y su eterna sonrisa al verlo llegar.<br />
No le dijo nada, sólo abrió <strong>la</strong> mano y enseñó un puño de maíz. Como él <strong>la</strong> miró horrorizado<br />
abrió <strong>la</strong> otra:<br />
—Tengo más —dijo.<br />
Poco después les pagaron en el establo diez pesos y sintiéndose ricos fueron al mercado de<br />
San Juan a comprar comida. Eran como <strong>la</strong>s doce cuando llegaron. Las puertas de casi todos los<br />
expendios estaban cerradas. Frente a <strong>la</strong>s de una panadería se amontonaban muchas mujeres<br />
gritando y empujando.<br />
—Vamos ahí —dijo Eu<strong>la</strong>lia riendo. Y se puso a empujar con todas <strong>la</strong>s fuerzas de su f<strong>la</strong>cura.<br />
De repente <strong>la</strong>s puertas cedieron y <strong>la</strong>s mujeres entraron a <strong>la</strong> panadería tan enardecidas<br />
como hambrientas y se fueron sobre los panes peleándose por ellos y echando en sus canastas lo<br />
que podían. Andrés vio el desorden aquel, presidido por el panadero español que pretendía<br />
impedir a <strong>la</strong>s mujeres que tomaran los panes sin pagarlos. Peleaba con el<strong>la</strong>s y quería meter <strong>la</strong><br />
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