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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

viejas esas, ni loca. Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar y tengo mucho<br />

qué ver como para meterme a una casa fría a llenar bolsas de chochitos para unos presos a los<br />

que les van a rifar escapu<strong>la</strong>rios. Además a mí los comunistas todavía no me hacen nada y no me<br />

gustan los enemigos gratuitos. Yo creo que si se mete uno a eso de <strong>la</strong>s caridades tiene que ser a<br />

lo grande; siquiera quedar como San Francisco: con los pobres tras uno bendiciéndo<strong>la</strong>. Yo de<br />

pendeja en <strong>la</strong> grey del padre Falito soñando niños y rezándoles a los presos, primero muerta.<br />

Andrés soltó una carcajada y sentí alivio.<br />

—¿Cómo dices que se l<strong>la</strong>ma el cura? ¿Falito? Qué locura. Tienes razón, una cosa es que a mí<br />

esos pendejos me vayan a dar una ayudada en el asunto de chingar a Cordera, y otra que te haga<br />

yo <strong>la</strong> maldad de meterte ahí. A ésos les hubiera llevado a una de <strong>la</strong>s niñas. A Marta que le da por<br />

ahí y hasta sería buena informante, pero a quién se le ocurre llevarte a ti. ¿Cómo te habré visto<br />

de loca? Eso te pasa por recibirme de mal modo —y volvió a reír. Oye, ¿y conociste a Falito?<br />

¿Cuántas de ahí crees que ya le hayan visto el nombre de cerca? Dónde te fui a llevar. Mereces<br />

un desagravio. Desde hoy vas conmigo a todas partes. Se acabó el encierro.<br />

Así lo dec<strong>la</strong>ró y así fue porque él quiso, porque él así era. Iba y venía como el pinche mar.<br />

Y esos días tuvo a bien regresar.<br />

—Tengo que volver a Pa<strong>la</strong>cio. El Gordo no puede hacer nada solo —dijo. Ven conmigo.<br />

Total, te vas al centro y a ver qué compras en tres horas. A <strong>la</strong>s ocho que cierren vuelves por mí<br />

y te invito a cenar en Prendes. ¿Te parece mi p<strong>la</strong>n?<br />

Fui por mi abrigo y me subí al coche en tres minutos, no se me fuera a arrepentir de <strong>la</strong><br />

invitación. Hacía frío, una de esas raras tardes de febrero en que uno puede ponerse abrigo de<br />

pieles sin sentir calor a media calle. Me puse un abrigo de zorro. El más bonito que he tenido.<br />

Porque <strong>la</strong>s pieles a veces son cursis, pero ese de zorro, me lo ponía con botas y me sentía artista<br />

de Hollywood.<br />

Llegamos al zócalo y le dimos <strong>la</strong> vuelta para entrar a Pa<strong>la</strong>cio Nacional. Desde que un<br />

valiente había tratado de asesinar a Fito, <strong>la</strong>s precauciones y revisiones que había que sufrir para<br />

entrar eran un exceso. Se revisaban todos los coches incluyendo <strong>la</strong>s cajue<strong>la</strong>s, todos los coches<br />

hasta el del mismo Gordo, no fuera a darse <strong>la</strong> casualidad de que en alguna esquina se le hubiera<br />

trepado alguien. Esa tarde los soldados revisaron hasta <strong>la</strong>s bolsas de mi abrigo. Andrés se ponía<br />

furioso con el trámite.<br />

—Qué culero es este Rodolfo —decía de<strong>la</strong>nte de los soldados y de quien quisiera oírlo.<br />

Cuando logramos entrar, Andrés bajó del coche apresurado, me dio mucho dinero y <strong>la</strong><br />

instrucción de que comprara lo que quisiera. Pero yo esa tarde sólo quería un he<strong>la</strong>do y caminar<br />

<strong>la</strong>miéndolo sin que nadie me estorbara.<br />

CAPÍTULO XIII<br />

Juan consiguió el he<strong>la</strong>do de vainil<strong>la</strong> y me dejó en <strong>la</strong> puerta de Sanborns de Madero. Ahí me<br />

sentía yo protegida porque <strong>la</strong>s paredes son de ta<strong>la</strong>vera. Manías de uno. Donde hubiera ta<strong>la</strong>vera<br />

me sentía a salvo, por eso a todas mis casas lo primero que meto es <strong>la</strong> vajil<strong>la</strong> de ta<strong>la</strong>vera. Una de<br />

<strong>la</strong>s amaril<strong>la</strong>s con azul para cincuenta personas. Dicen que ahora cuestan una fortuna, entonces<br />

hasta se veían mal. Todo el mundo tenía porce<strong>la</strong>na de Bavaria no ta<strong>la</strong>vera pob<strong>la</strong>na, tosca y<br />

quebradiza.<br />

Me quedé un rato en <strong>la</strong> puerta de Sanborns. Recargada contra <strong>la</strong> pared como una piruja,<br />

sintiéndome Andrea Palma en <strong>la</strong> mujer del puerto. Después atravesé <strong>la</strong> calle y pasé frente al<br />

Banco de México, que entonces dirigía un idiota de anteojos gruesos del que siempre se me ol<strong>vida</strong><br />

el nombre. Era tan pendejo y tan feo. Además le había quitado el puesto a un hombre inteligente<br />

y simpático al que yo quería mucho porque fue el único que no se rió de mí cuando en una comida<br />

Andrés comentó que yo me había puesto a llorar con el Himno Nacional después del informe.<br />

Crucé <strong>la</strong> calle para ir a Bel<strong>la</strong>s Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de primera<br />

comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a buscar de dónde salía una<br />

música como queja <strong>la</strong>rga y repetida.<br />

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