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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

ahí.<br />

La mujer de Puente se desmayó. Puente empezó un discurso para <strong>la</strong> Cámara. Yo me salí de<br />

Junto al coche de Tirso, Juan abrazaba a Lucina.<br />

—¿Dónde está? —pregunté.<br />

—Aquí adentro, pero no lo vea usted —pidió Juan.<br />

Abrí <strong>la</strong> puerta, me encontré con su cabeza. Le acaricié el pelo, tenía sangre. Le cerré los<br />

ojos, tenía sangre en el cuello y <strong>la</strong> chamarra. Un agujero en <strong>la</strong> nuca.<br />

—Ayúdenme a subirlo —pedí.<br />

Entre Juan, el chofer de Tirso, Lucina y yo lo subimos al cuarto del helecho. Lo acostamos<br />

en <strong>la</strong> cama. Les pedí que se fueran. No sé cuánto tiempo estuve ahí en cuclil<strong>la</strong>s, junto a él,<br />

mirándolo. Se acabó cuando entró Andrés con Benítez.<br />

—Te lo dije. ¿Por qué no me hiciste caso? —dijo acercándose a Carlos.<br />

—Lo vamos a enterrar en Tonanzint<strong>la</strong> —dije levantándome de <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> cama y<br />

caminando hacia <strong>la</strong> puerta.<br />

Salí. El corredor estaba oscuro. De abajo llegaba sólo <strong>la</strong> luz suficiente para caminar junto a<br />

<strong>la</strong>s macetas sin caerse. Los cuartos de huéspedes quedaban en el tercer piso, cerca del frontón y<br />

<strong>la</strong> alberca. Debía haber luz, pero Carlos y yo <strong>la</strong> habíamos descompuesto dos noches antes para<br />

que yo pudiera subir sin que me vieran. En el segundo piso dormían los niños, sólo Andrés y yo<br />

en el primero. De nuestro cuarto al del helecho había cinco minutos de escaleras y corredores.<br />

Caminé por <strong>la</strong> oscuridad con <strong>la</strong> experiencia de otras noches, fui al jardín, luego a mi cuarto. Me<br />

peiné, me puse un abrigo negro y busqué a Juan en <strong>la</strong> cocina. El me llevó a Gayosso.<br />

—Hubiera l<strong>la</strong>mado señora —dijo un hombre con sueño empeñado en ser amable.<br />

—Quiero una caja de madera, color madera, sin fierro, sin moños negros y sin cruz —dije.<br />

La caja llegó como a <strong>la</strong>s nueve. A <strong>la</strong>s once estábamos en Tonanzint<strong>la</strong>. Había sol y mucha<br />

gente. Benítez acarreó a los maestros, a los estudiantes del conservatorio, a los activistas del<br />

partido. Cordera llegó desde México y caminó conmigo detrás de <strong>la</strong> caja.<br />

El panteón de Tonanzint<strong>la</strong> no tiene barda, está junto a <strong>la</strong> iglesia, a <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de un cerro. Era<br />

2 de noviembre, mucha gente visitaba otras tumbas, <strong>la</strong>s llenaba de flores, de cazue<strong>la</strong>s con mole,<br />

de pan y dulces. Mandé cortar toda <strong>la</strong> siembra del campo en que estuvimos el día anterior,<br />

salieron como quinientos ramos. Dije que los repartieran entre los acarreados de Benítez y. los<br />

obreros que iban con Cordera. Todos tuvieron flores para dejar en <strong>la</strong> tumba de Carlos.<br />

Los enterradores pusieron <strong>la</strong> caja de madera cerca del hoyo que habían hecho en <strong>la</strong> tierra.<br />

Entonces Andrés se paró junto y dijo:<br />

—Compañeros trabajadores, amigos: Carlos Vives murió víctima de los que no quieren que<br />

nuestra sociedad camine por los fructíferos senderos de <strong>la</strong> paz y <strong>la</strong> concordia. No sabemos<br />

quiénes cortaron su <strong>vida</strong>, su hermosa <strong>vida</strong> que les pareció peligrosa, pero estamos seguros de<br />

que habrán de pagar su crimen. La pérdida de un hombre como Carlos Vives no es sólo una pena<br />

para quienes como yo y mi familia y sus amigos tuvimos el privilegio de quererlo, sino que es<br />

principalmente una pérdida social irreparable. Quisiera hacer el recuento de sus cualidades, de<br />

<strong>la</strong>s empresas en <strong>la</strong>s que sirvió a <strong>la</strong> patria, de todos los trabajos con los que enriqueció nuestra<br />

Revolución. No puedo, me lo impide <strong>la</strong> pena, etcétera.<br />

Después habló Cordera. Yo estaba como viendo una pelícu<strong>la</strong>, no sentía.<br />

—Carlos —dijo, siempre tendremos una ayuda en el recuerdo de tu honradez, tu<br />

inteligencia y tu valor. No vamos a pedir justicia, ya <strong>la</strong> buscamos. Ayudándonos a dar con el<strong>la</strong><br />

perdiste <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. Sabemos quiénes te mataron: te mataron los poderosos, los que tienen armas y<br />

cárceles. No te mataron los pobres, ni los trabajadores, ni los estudiantes, ni los intelectuales. Te<br />

mataron los caciques, los déspotas, los opresores, los tiranos, los que explotan..., etcétera.<br />

Cuando terminó, los peones levantaron <strong>la</strong> caja para meter<strong>la</strong> al hoyo. Entonces eché mi<br />

ramo al fondo del agujero.<br />

—Ya tienes tu tumba de flores, imbécil —y antes de ponerme a llorar di <strong>la</strong> vuelta y caminé<br />

rápido hasta el coche.<br />

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