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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Cuatro noches pasé en el cuarto de Carlos, escapándome cuando Andrés se dormía,<br />

pretextando el catarro de Checo y <strong>la</strong> conversada con Lili hasta muy tarde.<br />

Andrés jugaba frontón todas <strong>la</strong>s mañanas. Carlos perdía con él el primer partido, luego<br />

nadaba conmigo y <strong>la</strong>s niños. El domingo fuimos a tomar una nieve al zócalo de Atlixco. Ahí me<br />

presentó a Medina, el líder de <strong>la</strong> CTM, muy amigo de Cordera.<br />

—Usted va a perdonar, señora, aunque dice Carlos que es usted de confianza, pero Andrés<br />

Ascencio es un cabrón. Nos quiere chingar nada más para demostrarle a Álvaro que él todavía<br />

manda aquí. Los de <strong>la</strong> CROM cobran en <strong>la</strong> presidencia, son sus chantes. Desde hace mucho, ni<br />

crean que de ahora. Son <strong>la</strong> gente que él metió en La Guadalupe después de <strong>la</strong> huelga esa que<br />

terminó a punta de pisto<strong>la</strong>.<br />

—¿Cómo estuvo eso? —preguntó Carlos.<br />

—No quisiera contar de<strong>la</strong>nte de <strong>la</strong> señora. Aunque aquí todo el mundo lo sabe.<br />

—Yo no —dije. ¿Cómo fue?<br />

Despacio, soltando <strong>la</strong>s cosas de a poquito, Medina contó:<br />

—La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de<br />

sa<strong>la</strong>rio y p<strong>la</strong>zas para los eventuales. Estaban confiados, era el sexenio del general Aguirre y como<br />

había huelgas por todas partes se les olvidó que en Pueb<strong>la</strong> gobernaba Andrés Ascencio. Un mes<br />

estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.<br />

—Échame a andar <strong>la</strong>s máquinas —le dijo a uno que se negó. Entonces camínale —ordenó.<br />

Sacó <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> y le dio un tiro. Tú échame <strong>la</strong>s máquinas a caminar —le pidió a otro que también<br />

se negó. Camínale —dijo y volvió a disparar. ¿Van a seguir de necios? —les preguntó a los cien<br />

obreros que lo miraban en silencio. A ver tú —le dijo a un muchacho, ¿quieren morirse todos? No<br />

va a faltar quien los reemp<strong>la</strong>ce mañana mismo.<br />

El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a <strong>la</strong>s suyas<br />

hasta que <strong>la</strong> fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.<br />

Lo mismo había hecho con <strong>la</strong> huelga de La Cande<strong>la</strong>ria: veinte muertos. Las noticias<br />

hab<strong>la</strong>ron de un herido accidental.<br />

Medina tenía todas <strong>la</strong>s historias por contar. Empecé queriendo escuchar<strong>la</strong>s y terminé<br />

levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hab<strong>la</strong>ban. Cuando<br />

volvimos al quiosco calientes y chapeados, a pedir otra nieve, Medina se levantó, me dio <strong>la</strong> mano<br />

y <strong>la</strong>s gracias anticipadas por mi silencio. No le dije que creía <strong>la</strong> mitad de sus histories, pero pensé<br />

que eso de Andrés matando personalmente obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se<br />

lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvirez.<br />

Llegamos a Pueb<strong>la</strong> tardísimo. Andrés ya había pedido <strong>la</strong> comida y se estaba sentando a presidir<br />

<strong>la</strong> mesa.<br />

—¿De dónde vienen cargados de mugre? —preguntó.<br />

—Fuimos a Atlixco a tomar nieve —dijo Verania que lo adoraba.<br />

El lunes me quedé en <strong>la</strong> casa. Durante años no había jugado con mis hijos, los encontré<br />

listísimos y estuve segura de que no podía tener mejor compañía que sus juegos y sus<br />

ocurrencias mientras Carlos visitaba otra vez a Medina.<br />

Pasamos <strong>la</strong> mañana jugando serpientes y escaleras. Me dieron <strong>la</strong>s dos de <strong>la</strong> tarde<br />

carcajeándome y peleando como chiquita.<br />

El martes organicé todo desde temprano y a <strong>la</strong>s diez no tenía más deber que ir con Carlos<br />

a donde fuera. Nadie me vería dentro del Chrysler enorme, escondida en el piso para salir de <strong>la</strong><br />

ciudad y sus calles llenas de mirones. Después venia el campo y ahí no se metían con uno.<br />

Lo convencí y nos fuimos por <strong>la</strong> carretera a Cholu<strong>la</strong> hasta Tonanzint<strong>la</strong> que estaba todo<br />

sembrado con flores de muerto. El campo se veía anaranjado y verde; cempazúchil y alfalfa<br />

crecían en noviembre. Entramos a <strong>la</strong> iglesia llena de angelitos ojones y asustados.<br />

—Dizque era yo <strong>la</strong> novia —le dije. Dizque iba caminando con <strong>la</strong> marcha nupcial a casarme<br />

contigo. La marcha nupcial tocada por tu orquesta.<br />

—No puedo dirigir y casarme.<br />

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