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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, <strong>la</strong> carne, <strong>la</strong>s tortil<strong>la</strong>s, el queso, <strong>la</strong>s crepas<br />

de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el Checo me veía sin saber qué hacer,<br />

preguntando a intervalos: «¿Ya mamá?» Por fin salió una cosa amaril<strong>la</strong> y amarga y luego no<br />

quedó más.<br />

—¿Jugamos carreras de regreso? —le dije. Y empecé a correr bajando el cerro como si me<br />

quisiera desbarrancar.<br />

—Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.<br />

—Eres una cabra loca —gritaba el niño atrás de mí.<br />

Llegamos exhaustos a <strong>la</strong> casa. Verania estaba en <strong>la</strong> puerta cogida de <strong>la</strong> mano de Lucina. Era<br />

una niña preciosa. Con los ojos enormes y los <strong>la</strong>bios delgados, pálida como yo, ingenua como mis<br />

hermanas.<br />

—¿Por qué se tardaron tanto? —preguntó.<br />

—Porque mi mamá está enferma —dijo Checo.<br />

—¿De qué? —preguntó Lucina.<br />

—De <strong>la</strong> panza. Vomitó toda <strong>la</strong> comida —dijo el niño que tenía cinco años. Cinco<br />

enloquecidos años.<br />

No podían vivir en <strong>la</strong>s nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca. Cuando decidí<br />

quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos en una bo<strong>la</strong> de cristal.<br />

En <strong>la</strong> casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos <strong>la</strong> <strong>vida</strong> sin<br />

verlos. Después de <strong>la</strong> tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé<br />

a Lucina. Que el<strong>la</strong> los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en<br />

algo, aunque fuera en <strong>la</strong> Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar <strong>la</strong>s tardes con<br />

ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé.<br />

Llevaba años de estar pegada a sus <strong>vida</strong>s, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban<br />

acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban<br />

tempranísimo aunque estuviera desve<strong>la</strong>da, jugaban con mis col<strong>la</strong>res, se ponían mis zapatos y<br />

mis abrigos, vivían trenzados a mi <strong>vida</strong>. Desde esa noche cerré mi puerta con l<strong>la</strong>ve. Cuando<br />

llegaron en <strong>la</strong> mañana los dejé tocar sin contestarles. En <strong>la</strong> tarde les expliqué que su papá quería<br />

tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.<br />

Se fueron acostumbrando y yo también.<br />

CAPÍTULO VII<br />

En cambio me propuse conocer los negocios de Andrés en Atencingo. Empecé por saber que<br />

el Celestino del que oyó Checo era el marido de Lo<strong>la</strong> y que su muerte fue <strong>la</strong> primera de una fi<strong>la</strong> de<br />

muertos. Después me hice amiga de <strong>la</strong>s hijas de Heiss. De Helen sobre todo. Tenía dos hijos y<br />

estaba divorciada de un gringo que le ponía unas maltratadas terribles antes de que el<strong>la</strong><br />

encontrara el valor para abandonarlo.<br />

Helen se había regresado a Pueb<strong>la</strong> en busca de <strong>la</strong> ayuda de su padre que como era de<br />

esperarse no le dio un quinto gratis. La puso a trabajar en Atencingo. Su quehacer era espiar a un<br />

señor Gómez, el administrador, y medir <strong>la</strong> fidelidad que le tenia en los manejos. Para hacerlo se<br />

fue a vivir a una casa inhóspita y medio vacía, con una alberca de agua he<strong>la</strong>da y cientos de<br />

moscos por <strong>la</strong>s tardes.<br />

Yo iba a visitar<strong>la</strong> cualquier día. Me llevaba a los niños a nadar en su espantosa alberca<br />

mientras p<strong>la</strong>ticaba con elle.<br />

—Aquí hay muy pocos hombres —decía. Y me contaba su última experiencia con algún<br />

pob<strong>la</strong>no. Estaba terca en casarse con uno, y yo segura de que ninguno se iba a meter en ese lío.<br />

Las gringas estaban bien para un rato, pero nadie les entraba para todos los días. El<strong>la</strong> quería<br />

casarse, tener una vajil<strong>la</strong> de ta<strong>la</strong>vera y una casa con techo de dos aguas. No sé por qué tenía <strong>la</strong><br />

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