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Mastretta, Angeles - Arrancame la vida

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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />

Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />

—Qué bonito ha salido todo, Catalina, <strong>la</strong> felicito —dijo mi consuegra.<br />

—Es usted muy amable, doña Concha —contesté descubriendo <strong>la</strong> cara de un tipo guapísimo<br />

sentado en <strong>la</strong> mesa de <strong>la</strong> Bibi y el general Gómez Soto.<br />

—Para nada —dijo doña Concha. Meterse en todo este trabajo por una niña que no es suya.<br />

¿Quién es <strong>la</strong> mamá de Lili?<br />

—Hasta donde a mí me importa, yo soy su mamá, doña Concha —dije.<br />

Bibi notó que miraba hacia su mesa con curiosidad y se acercó a salvarme de <strong>la</strong> consuegra.<br />

Fui con el<strong>la</strong> hasta el tipo elegantísimo como C<strong>la</strong>rk Gable que se levantó y extendió <strong>la</strong> mano:<br />

—Quijano, para servirle —dijo.<br />

—Gracias —contesté.<br />

—¿No conocías a Quijano, Catalina? —preguntó el general Gómez Soto. Es pob<strong>la</strong>no y se ha<br />

vuelto famoso como director de cine.<br />

Empezamos una, conversación sobre pelícu<strong>la</strong>s y artistas. Me invitó a ver el estreno de La<br />

dama de <strong>la</strong>s camelias, su primera pelícu<strong>la</strong>, y acepté contando cuánto le gustaba a mi madre y lo<br />

que significó para mi casa <strong>la</strong> existencia de esa nove<strong>la</strong>. Se rieron.<br />

—De veras, era <strong>la</strong> Biblia. En mi casa nadie podía toser sin que se creyera que de ahí podía<br />

deslizarse fatalmente a <strong>la</strong> otra <strong>vida</strong>. Mi madre tenía jarabe de rábano yodado en cada cuarto de<br />

<strong>la</strong> casa. Uno tosía y el<strong>la</strong> sacaba su cucharada y <strong>la</strong> libraba de <strong>la</strong> muerte terrible de Marguerite<br />

Gautier —dije.<br />

Bai<strong>la</strong>mos. Ante los conversadores ojos de Andrés pasé bai<strong>la</strong>ndo abrazada de aquel hombre<br />

perfecto. No vi que se molestara, pero me hubiera gustado bai<strong>la</strong>r así con Carlos alguna vez.<br />

—¿Cambiamos? —dijo Lilia cuando estuvimos junto a el<strong>la</strong> y Emilito.<br />

Solté a Quijano y traté de seguir los bailoteos de Emilito. Pensé en Javier Uriarte, en lo que<br />

nos hubiéramos divertido, y sentí rabia. Volvió Lilia: —¿Cambiamos? —y soltando a Quijano se<br />

puso a bai<strong>la</strong>r conmigo mientras los dos hombres se quedaban parados a media pista.<br />

—Está guapísimo. ¿De dónde lo sacaste?<br />

—Loquita, te quiero mucho —le dije.<br />

—Para que lo digas —me contestó.<br />

La besé y volvimos a bai<strong>la</strong>r con nuestras parejas. Quijano me Llevó dando vueltas por <strong>la</strong><br />

pista, y yo disfruté con lo bien que lo hacíamos. No perdíamos nunca el paso, como si hubiéramos<br />

ensayado toda <strong>la</strong> <strong>vida</strong>. La tarde empezó a enfriar y Lilia llegó a decirme:<br />

—Ya me voy. Emilio no se quiere quedar hasta <strong>la</strong> noche y el pozole. ¿Me acompañas a<br />

cambiarme?<br />

—La espero —dijo Quijano, acompañándome hasta <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> pista.<br />

Le di <strong>la</strong>s gracias y fui con Lilia a <strong>la</strong> casa de <strong>la</strong> hacienda.<br />

En su recámara había cuatro maletas a medio hacer, todas abiertas en un desorden que<br />

parecía irreversible. Le desprendí el velo y el tocado. Cuando se sintió libre de los pasadores agitó<br />

<strong>la</strong> cabeza y salieron vo<strong>la</strong>ndo los tules y <strong>la</strong>s flores. Se soltó <strong>la</strong> melena negra hasta media espalda<br />

y respiró como si hubiera estado conteniendo el aire durante horas. Se bajó de los tacones y<br />

tironeó el vestido para salir de él. Quise ayudar<strong>la</strong> a desabrocharse cuando ya estaba en fondo a<br />

medio cuarto. Se lo trepó para sacarlo por <strong>la</strong> cabeza. Tenía <strong>la</strong>s piernas <strong>la</strong>rgas y morenas metidas<br />

en unas medias c<strong>la</strong>ras. A <strong>la</strong> mitad de un muslo se había puesto una liga de <strong>la</strong>s antiguas; un<br />

resorte forrado de satín b<strong>la</strong>nco y encajes. Le conté una vez que en tiempo de mi abue<strong>la</strong> se usaba<br />

bajar <strong>la</strong> liga hacia el suelo y antes de que cayera hacer que otra mujer metiera el pie y <strong>la</strong> salvara<br />

de caer. Con ese juego <strong>la</strong> novia pasaba su buena suerte y <strong>la</strong> otra mujer encontraba novio y<br />

casamiento.<br />

—Ven, te doy <strong>la</strong> liga —me dijo brincando en calzones y sostén.<br />

—Yo ya tengo marido —dije.<br />

—Para que tengas otro.<br />

Dejó caer <strong>la</strong> liga, <strong>la</strong> recogí en el aire con <strong>la</strong> punta del pie. Un momento tuvimos los pies<br />

unidos por el resorte de encajes, luego el<strong>la</strong> dio un brinco y sacó el suyo. Trepé <strong>la</strong> liga hasta el<br />

muslo subiéndome el vestido.<br />

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