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Kass Morgan - Los 100

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clases de Literatura terrestre, pero aquel trabajo en concreto había despertado su interés. En vez de pedirles que escribieran sobre la<br />

visión de la naturaleza en la poesía previa al Cataclismo o algo así, el tutor les había sugerido que comparasen y contrastasen la moda de<br />

los vampiros de los siglos XIX y XXI.<br />

Y aunque las historias eran entretenidas, debió de dormirse en algún momento, porque cuando se incorporó, las luces circadianas se<br />

habían atenuado y el apartamento se había convertido en un bosque de sombras inquietantes. Se levantó y estaba a punto de meterse en<br />

su dormitorio cuando un ruido extraño rompió el silencio. Se quedó petrificada. Había sonado casi como un grito. Se obligó a sí misma a<br />

respirar profundamente. No debería leer historias de vampiros antes de irse a dormir.<br />

Se dio media vuelta y echó a andar por el pasillo, pero otro sonido resonó a lo lejos; un lamento que le puso los pelos de punta.<br />

Para, se reprendió. Jamás llegaría a ser médico si dejaba que la mente le jugara malas pasadas. La oscuridad de aquella nueva<br />

vivienda la estaba poniendo nerviosa. Por la mañana, todo volvería a la normalidad. Clarke agitó la mano ante el sensor de la puerta de su<br />

cuarto y estaba a punto de entrar cuando volvió a oírlo: un gemido de angustia.<br />

Con el corazón desbocado, giró sobre sí misma y cruzó el largo pasillo que conducía al laboratorio. A diferencia de las demás, aquella<br />

puerta no se abría con un escáner de retina, sino mediante una clave de acceso. Clarke pasó los dedos por el teclado, preguntándose si<br />

sería capaz de adivinar la contraseña. Luego se acuclilló y pegó el oído a la puerta.<br />

La hoja vibró con el grito que sonó al otro lado. Clarke contuvo el aliento. Es imposible. Cuando volvió a escucharlo, sus dudas se<br />

disiparon por completo.<br />

No solo era un grito de angustia. Era una palabra.<br />

—Por favor.<br />

<strong>Los</strong> dedos de Clarke volaron por encima del teclado cuando escribió la primera palabra que le vino a la mente: Pangea. Era la<br />

contraseña que su madre solía usar para proteger los archivos restringidos. La pantalla pitó y apareció un mensaje de error. A<br />

continuación tecleó Elysium, el nombre de la mítica ciudad subterránea donde, según los cuentos que los padres explicaban a sus hijos,<br />

los humanos se habían refugiado después del Cataclismo. Segundo error. Clarke buscó en su memoria otras palabras significativas.<br />

Lucy. El nombre con el que los paleontólogos bautizaron en su día los restos de homínido más antiguos que se han hallado en la Tierra. El<br />

mecanismo emitió una serie de señales graves y la puerta se abrió por fin.<br />

El laboratorio era mucho más grande de lo que Clarke se había imaginado, mayor que toda su casa, y contenía filas y filas de camas<br />

estrechas, como las de un hospital.<br />

Asombrada, su vista recorrió todos aquellos lechos, cada uno ocupado por un niño. Casi todos dormían, conectados a monitores de<br />

constantes vitales y a recipientes de goteo intravenoso, pero unos pocos estaban despiertos y toqueteaban las tablets que sostenían en el<br />

regazo. Sentada en el suelo, una niña de pañal jugaba con un oso de peluche; llevaba una vía conectada al brazo, de la que se derramaba<br />

un líquido transparente.<br />

La mente de Clarke buscó a toda velocidad una explicación. Aquellos niños debían de estar enfermos y requerían vigilancia<br />

constante. Era muy posible que padeciesen una extraña enfermedad, cuya cura solo conocía la madre de Clarke, o a lo mejor su padre<br />

estaba a punto de descubrir un nuevo tratamiento y necesitaba tenerlos cerca las veinticuatro horas del día. Y, claro, sus padres<br />

imaginaban que Clarke sentiría curiosidad, pero como la enfermedad era contagiosa, le habían mentido para protegerla.<br />

Volvió a escuchar aquel grito, ahora mucho más alto. Procedía de una cama situada al otro lado del laboratorio.<br />

La ocupaba una chica de su edad, casi la mayor de toda la sala, advirtió Clarke. Estaba tendida de espaldas, y su melena oscura se<br />

desplegaba en torno a una cara acorazonada. Al ver llegar a Clarke, la miró unos instantes en silencio.<br />

—Por favor —dijo por fin. Le temblaba la voz—. Ayúdame.<br />

Clarke echó un vistazo a la etiqueta que habían pegado al monitor de constantes vitales. SUJETO 121.<br />

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.<br />

—Lilly.<br />

Clarke se quedó allí plantada, incómoda, pero cuando Lilly se incorporó, optó por sentarse en la cama. Acababa de empezar las<br />

prácticas y aún no había interactuado con los pacientes, pero sabía que el trato personal es fundamental en el ejercicio de la medicina.

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