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Kass Morgan - Los 100

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—Espera —dijo Wells, que miró por encima del hombro antes de cogerle el brazo.<br />

Clarke suspiró.<br />

—Wells —empezó a decir a la vez que intentaba apartarle la mano—. Tengo que irme.<br />

Él sonrió y la sujetó con más fuerza.<br />

—¿Tus padres están en casa?<br />

—Sí —Clarke señaló la puerta con la cabeza—. Llego tarde a cenar.<br />

Él la miró esperanzado. Prefería mil veces cenar con la familia de Clarke que sentarse a comer en silencio con su padre, pero ella no<br />

podía invitarlo. Esta noche no.<br />

Wells ladeó la cabeza.<br />

—Prometo no poner cara de asco, por más porquerías que le añada tu padre a la pasta de proteínas. He practicado —esbozó una<br />

cómica sonrisa y asintió con convicción—. Caray. ¡Está delicioso!<br />

Clarke apretó los labios un momento antes de responder.<br />

—Es que tengo que hablar con ellos en privado.<br />

Wells dejó de hacer el payaso.<br />

—¿Qué pasa? —soltó el brazo de Clarke y le cogió la mejilla—. ¿Va todo bien?<br />

—Claro.<br />

Ella dio un paso a un lado y giró la cara para que sus ojos no delataran el malestar que ocultaba aquella mentira. Tenía que interrogar<br />

a sus padres sobre sus experimentos, y no podía postergarlo más.<br />

—Muy bien, pues —dijo Wells despacio—. ¿Nos vemos mañana?<br />

En vez de darle un beso en la mejilla, Wells sorprendió a Clarke rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola hacia sí. La besó<br />

en los labios y, por un instante, ella se olvidó de todo salvo del calor de aquel cuerpo. En cuanto cerró la puerta, el hormigueo del miedo<br />

reemplazó el estremecimiento que le había provocado el abrazo de Wells.<br />

<strong>Los</strong> padres de Clarke estaban sentados en el sofá. Se volvieron a mirarla.<br />

—Clarke —su madre se levantó, sonriendo—. ¿Era Wells el que estaba contigo? ¿No quiere quedarse a cen…?<br />

—No —replicó ella con más brusquedad de la que pretendía—. ¿Puedes volverte a sentar? Tengo que hablar con vosotros —cruzó<br />

la habitación y se acomodó en una silla, de cara a sus padres. Se había echado a temblar, presa de dos violentos sentimientos que<br />

pugnaban por el control de su cuerpo: una furia incontenible y una injustificada esperanza. Quería que sus padres reconocieran la culpa<br />

para sentir que su rabia estaba justificada, pero también rezaba para que tuvieran una buena excusa—. He averiguado la contraseña —<br />

se limitó a decir—. He entrado en el laboratorio.<br />

Su madre abrió unos ojos como platos y se dejó caer contra el respaldo del sofá. Luego inspiró profundamente y, por un momento,<br />

Clarke creyó que le iba a dar una explicación, y que sus palabras lo devolverían todo a su lugar. En cambio, susurró la frase que Clarke<br />

más temía.<br />

—Lo siento.<br />

El padre tomó la mano de su esposa, sin apartar los ojos de Clarke.<br />

—Lamento que hayas tenido que ver eso —se disculpó con voz queda—. Sé que es… impresionante. Pero no sufren. Nos<br />

aseguramos de que sea así.<br />

—¿Cómo habéis podido? —la pregunta sonó inconsistente, incapaz de soportar el peso de la acusación, pero Clarke no sabía qué otra<br />

cosa decir—. Estáis experimentando con personas. Con niños.<br />

Al decirlo en voz alta, se le revolvieron las tripas. Notó un regusto a bilis en la garganta.<br />

Su madre cerró los ojos.<br />

—No tuvimos elección —dijo con un hilo de voz—. Llevamos años intentando medir los niveles de radiación mediante otros sistemas;<br />

ya lo sabes. Cuando informamos al vicecanciller de que no era posible obtener pruebas concluyentes sin investigar con seres humanos,<br />

pensamos que comprendería que habíamos llegado a un callejón sin salida. Pero insistió en que… —se le rompió la voz. No hizo falta que

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