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Kass Morgan - Los 100

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Ya me imaginaba que no cantarías. Pero ahora que estamos charlando tan tranquilos, a lo mejor<br />

quieres decirnos qué haces aquí exactamente. Nos podrías explicar por qué tantos de nuestros amigos<br />

están siendo ejecutados después del segundo juicio —Graham seguía sonriendo, pero había adoptado<br />

un tono bajo y peligroso—. ¿Y por qué ahora? ¿Por qué tu padre decidió tan de repente enviarnos a<br />

la Tierra?<br />

Su padre. A lo largo de aquel día, absorto en la novedad del entorno, Wells casi había logrado<br />

convencerse a sí mismo de que la escena en la plataforma de despegue —el restallido del disparo, la<br />

sangre que se extendía como una flor oscura en el pecho de su padre— no había sido más que una<br />

horrible pesadilla.<br />

—No nos lo va a decir, claro que no —bufó Graham—. ¿Verdad, soldado? —añadió remedando<br />

un saludo militar.<br />

<strong>Los</strong> arcadios y los waldenitas que estaban pendientes de Graham se volvieron a mirar a Wells,<br />

ansiosos por oír su respuesta, y la intensidad de sus miradas le provocó un cosquilleo en la piel.<br />

Claro que sabía lo que estaba pasando. Por qué se ejecutaba a tantos chicos y chicas poco después de<br />

su decimoctavo cumpleaños por crímenes de los que habrían sido absueltos en el pasado. Por qué la<br />

misión se había preparado deprisa y corriendo y se había puesto en marcha antes incluso de tenerlo<br />

todo atado.<br />

Lo sabía mejor que nadie, porque él lo había provocado todo.<br />

—¿Cuándo podremos volver a casa? —preguntó un niño que no podía tener más de doce años.<br />

A Wells se le hizo un nudo en la garganta al pensar en la desconsolada madre que seguía en alguna<br />

parte de la nave. No tenía ni idea de que su hijo acababa de surcar el espacio con destino a un<br />

planeta que la raza humana había dado por muerto.<br />

—Estamos en casa —le aseguró Wells, procurando que sus palabras sonasen convincentes.<br />

Si lo repetía las veces suficientes, a lo mejor él también acababa por creerlo.<br />

Aquel año había estado a punto de saltarse el concierto. Siempre había sido su fiesta favorita, la única velada en la que las reliquias<br />

musicales salían de sus cámaras al vacío. Ver cómo los músicos, que casi siempre ensayaban con simuladores, arrancaban notas y<br />

acordes a las reliquias era como presenciar una resurrección. Tallados y ensamblados por manos muertas hacía mucho tiempo, los únicos<br />

instrumentos que quedaban en el universo aún creaban preciosas melodías, las mismas que antaño habían inundado las salas de<br />

conciertos de las civilizaciones perdidas. Una vez al año, el auditorio Edén se llenaba de la música que había sobrevivido a la vida de la<br />

humanidad en la Tierra.<br />

A pesar de todo, cuando Wells entró en la sala, una gran estancia oval rematada por un ventanal panorámico, la angustia que llevaba<br />

dentro desde hacía semanas lo aplastó como un peso. Las vistas casi siempre lo dejaban sin aliento, pero aquella noche las titilantes<br />

estrellas que rodeaban el blanco y azul de la Tierra le recordaron a las velas de un velatorio. La madre de Wells amaba la música.<br />

La sala estaba tan concurrida como de costumbre; la población de Fénix casi al completo pululaba nerviosa por allí. Muchas mujeres<br />

estaban ansiosas por lucir sus vestidos nuevos, una hazaña carísima y capaz de desquiciar a cualquiera, que dependía de los retales que<br />

hubieras conseguido en el Intercambio. Wells avanzó unos pasos, lo que provocó una ola de susurros y miradas cómplices entre la<br />

multitud.<br />

Intentó concentrarse en el escenario, donde los músicos se reunían ya bajo el árbol que daba nombre al salón Edén. Decía la leyenda<br />

que el arbolillo había sobrevivido milagrosamente al incendio de Norteamérica y había sido trasladado a Fénix justo antes del Éxodo.<br />

Ahora era tan alto como aquella sala y su cúpula de hojas proyectaba en los músicos un velo de sombras verdosas.<br />

—¿Ese es el hijo del canciller? —preguntó una mujer a su espalda. El rubor encendió aún más las mejillas de Wells. Nunca había

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