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Kass Morgan - Los 100

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Por enésima vez desde que se había sentado, hacía dos minutos, Wells echó una ojeada al chip de su collar. El mensaje era inquietante, y<br />

Clarke llevaba varias semanas comportándose de un modo extraño. Él apenas la había visto y las pocas veces que había logrado dar con<br />

ella, la chica prácticamente se retorcía de nervios.<br />

Wells tenía miedo de que hubiera decidido romper con él. Y si aún no se le había perforado el estómago de la inquietud, era porque<br />

sabía que ella no habría escogido la biblioteca para dejarlo. Habría sido una crueldad por su parte elegir precisamente el lugar que más<br />

amaban. Clarke no le haría eso.<br />

Al oír unos pasos, se puso en pie. En aquel momento, los focos del techo se encendieron. Llevaba tanto rato sentado que la biblioteca<br />

había olvidado su presencia. Solo las tenues luces de seguridad seguían brillando en el suelo. Clarke se acercó, aún vestida con la ropa<br />

del hospital. Wells casi siempre sonreía cuando la veía de esa guisa —le encantaba que no dedicara horas y horas a acicalarse como casi<br />

todas las chicas de Fénix—, pero no aquella vez; la camisa y el pantalón azules le colgaban por todas partes y tenía grandes ojeras.<br />

—Eh —dijo, avanzando un paso para saludarla con un beso. Ella no se apartó, pero tampoco le devolvió el saludo—. ¿Te encuentras<br />

bien? —le preguntó, aunque saltaba a la vista que no.<br />

—Wells —empezó a decir ella, y se le quebró la voz. Parpadeó para contener las lágrimas.<br />

Él abrió unos ojos como platos, asustado. Clarke nunca lloraba.<br />

—Eh —murmuró. La rodeó con el brazo para llevarla al sofá. Las piernas apenas la sostenían—. Todo irá bien, te lo prometo. Tú<br />

dime qué te pasa.<br />

Ella lo miró fijamente, y Wells advirtió que Clarke se debatía entre el miedo y la necesidad de confiarse.<br />

—Tienes que prometerme que no le contarás esto a nadie.<br />

Él asintió.<br />

—Claro.<br />

—Hablo en serio. Esto no es un rumor. Es real, una cuestión de vida o muerte.<br />

Wells le apretó la mano.<br />

—Clarke, sabes que me lo puedes contar todo.<br />

—He averiguado… —respiró profundamente, cerró los ojos y volvió a empezar—. Ya sabes que mis padres están investigando los<br />

efectos de la radiación —él asintió.<br />

<strong>Los</strong> padres de Clarke estaban a cargo de un importante experimento cuyo objetivo era determinar cuándo, de ser posible algún día,<br />

podrían volver a la Tierra los seres humanos sin correr peligro. Cada vez que su padre hablaba de una misión a la Tierra, Wells daba por<br />

supuesto que hablaba de una posibilidad remota, más de una esperanza que de un auténtico proyecto. Por otra parte, sabía lo importante<br />

que era el trabajo de los Griffin para el canciller y para el conjunto de la colonia.<br />

—Están haciendo pruebas con humanos —le reveló Clarke en voz baja. A Wells se le puso la piel de gallina, pero no dijo nada; se<br />

limitó a apretarle la mano con más fuerza—. Están experimentando con niños —concluyó ella, casi en susurros.<br />

Hablaba en un tono apático, como si llevara tanto tiempo dándole vueltas a la idea que la frase hubiera perdido su significado.<br />

—¿Qué niños? —preguntó él. Necesitaba tiempo para asimilar la información.<br />

—Niños no registrados —dijo Clarke. Un destello de ira asomó a sus ojos llorosos—. Niños del centro de cuidados cuyos padres han<br />

sido ejecutados por violar las leyes de población.<br />

Wells reparó en la acusación implícita. Víctimas de tu padre.<br />

—Son tan pequeños…<br />

Clarke no terminó la frase. Se desplomó de nuevo en el sofá y pareció encoger, como si aquella realidad le hubiera arrebatado una<br />

parte de sí misma.<br />

Wells la rodeó con el brazo, y ella, en vez de apartarse como llevaba haciendo varias semanas, se inclinó hacia él y le apoyó la cabeza<br />

en el pecho.<br />

—Todos están muy enfermos —las lágrimas de Clarke le empapaban la camisa—. Algunos ya han muerto.<br />

—Lo siento mucho, Clarke —murmuró Wells mientras discurría qué podía decir, cómo librarla de aquel dolor—. Estoy seguro de que

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