<strong>Memorias</strong> <strong>De</strong> <strong>Una</strong> <strong>Pulga</strong> <strong>De</strong> pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba dentro hasta los testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban los orondos cachetes de las nalgas de la dama. Esta había recibido en el interior de su cuerpo, en toda su longitud, la vaina del cura. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en cada embestida, sin retirar más que la mitad de la longitud de su miembro, para poder adentrarse mejor en cada ataque, hasta que la dama comenzó a estremecerse por efecto de las exquisitas sensaciones que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco, con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el invasor la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente, entretanto, seguía accionando en el interior de la caliente vaina, y a cada momento su arma se endurecía más, hasta llegar a asemejarse a una barra de acero sólido. Pero todo tiene su fin, y también lo tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de haber empujado, luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir más, y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de esta suerte al éxtasis. Llego por fin. <strong>De</strong>jando escapar un grito hundió hasta la raíz su miembro en el interior de la dama, y derramé en su matriz un abundante chorro de leche. Todo había terminado, había pasado el último espasmo. había sido derramada la última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este único coup que acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni tampoco que la dama, cuyos licenciosos apetitos habían sido tan poderosamente apaciguados, no deseaba ya nuevos escarceos. Por el contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar las adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron despertar la llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su fornido violador se lanzó sobre ella, y hundiendo su ariete hasta que se juntaron los pelos de ambos, se vino de nuevo, llenando su matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha, la lasciva pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear lascivamente con sus enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza de su pene entre sus rosados labios, al tiempo que lo estimulaba con toquecitos enloquecedores hasta conseguir el máximo de tensión, todo ello con una avidez que acabé por provocar una abundante descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por lo menos igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta figura de éste, y tras de haber asegurado otra gran erección, se empalé en el palpitante dardo hasta no dejar a la vista nada más que las grandes bolas que colgaban debajo de la endurecida arma. <strong>De</strong> esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las abundantes eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional duración del entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente las monstruosas proporciones y la capacidad fuera de lo común de su gigantesco confesor. Página 52 de 113
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