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Memorias De Una Pulga - AMPA Severí Torres

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<strong>Memorias</strong> <strong>De</strong> <strong>Una</strong> <strong>Pulga</strong><br />

Sin dudar que sería capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con sólo poder<br />

hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó el haber<br />

disfrutado de sus encantos, el audaz pícaro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el<br />

dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la<br />

cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras su gigantesco miembro. ya despierto al<br />

placer que se le prometía, se erguía contra su hirsuto vientre.<br />

La señora Verbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder<br />

sospechar que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió<br />

con amor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para<br />

facilitar el ataque.<br />

Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenía entre sus<br />

brazos, con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus caricias, apresuró los<br />

preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora para llevar su<br />

enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las<br />

dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó con fuerza hacia el<br />

interior.<br />

Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y<br />

lentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo,<br />

hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba, la señora Verbouc<br />

advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble<br />

tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra alzó la cabeza, y<br />

pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre Clemente.<br />

Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una yana tentativa por<br />

parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante.<br />

Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su<br />

persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en<br />

toda su longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de<br />

lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes<br />

que caía sobre sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un<br />

toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de su víctima.<br />

Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, se<br />

levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por el lado<br />

opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante.<br />

Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los<br />

vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia la<br />

ventana por la cual había entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió<br />

desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido<br />

marido.<br />

Ya antes habíamos dicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos así lo<br />

creía ella, y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios<br />

desquiciados y de maneras recatadas había de causar el ultraje inferido. Las enormes<br />

proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habían matado, y yacía inconsciente<br />

sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación.<br />

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