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Benito Cereno - Lom Ediciones

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Mas la pena crecía en él al mismo tiempo que la rabia, como una planta negra rodeada<br />

por una planta leonada. Los sombríos y turbios frutos de la pena y la rabia llegaron a sus<br />

labios y él probó el amargo zumo.<br />

Entró en el palacio y el guardia de su izquier da giró sobre la punta de un pie y con la otra<br />

pierna extendida hizo un luminoso molinete con el sable; el guardia de su derecha giró<br />

sobre la pun ta del pie contrario extendiendo la pierna opues ta y dibujó sobre sí una<br />

resplandeciente pirámide con rápidos revoleos de su maza llena de dia mantes.<br />

El rey ni siquiera se acordó de que estas eran las ceremonias nocturnas; pasó, estremecido,<br />

ima ginándose que los hombres de armas querían de rribar o partir su repugnante<br />

cara infl amada.<br />

Las salas del palacio estaban desiertas. Algunas antorchas solitarias a medio consumir<br />

ardían en sus hacheros. Otras se habían apagado y lloraban con frías lágrimas de resina.<br />

El rey atravesó las salas de festejos donde aún estaban esparcidos los cojines bordados<br />

con rojos tulipanes y amarillos crisantemos junto a mece doras de marfi l y sombríos<br />

asientos de ébano adornados con estrellas de oro. Celajes encolados y pintados con pájaros<br />

de patas esmaltadas y pico de plata colgaban del techo, en el que se in crustaban<br />

cabezas de animales en madera colorea da. Había lámparas de verdoso bronce hechas<br />

de una sola pieza y con prodigiosos agujeros abier tos y lacados de rojo por los que pasaba<br />

una me cha de seda retorcida hasta el centro de las aran delas empapadas de un<br />

negro aceitoso. Había si llones largos, bajos y combados, en los que al sentarse la cintura<br />

quedaba sujeta como por unas manos. Había jarrones fundidos en metales casi transparentes<br />

que sonaban agudamente bajo los dedos como si los hubieran herido.<br />

En un extremo de la sala el rey cogió un ha chero de bronce que clavaba sus lenguas<br />

rosadas en las tinieblas. Gotitas de llameante resina ca yeron crepitando en sus mangas<br />

de seda, pero el rey no se dio cuenta. Se dirigió a una alta galería oscura en la que dejó<br />

un rastro perfumado de resina. Allí, en las paredes cortadas por diagona les cruzadas,<br />

se veían retratos brillantes y miste riosos, pues las pinturas estaban enmascaradas y coronadas<br />

con tiaras. Solo el retrato más anti guo, separado de los otros, representaba a<br />

un muchacho pálido, con ojos dilatados de espanto y la parte baja de la cara escondida<br />

entre ador nos reales. El rey se detuvo ante el retrato y lo alumbró elevando el hachero.<br />

Después gimió y dijo: “¡Oh, primero de mi estirpe, hermano mío, cuán dignos de lástima<br />

somos!”, y besó los ojos del retrato.<br />

El rey se detuvo ante la segunda cara pintada, que estaba enmascarada, y desgarró la<br />

tela de la máscara diciendo: “Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi<br />

estirpe”. De la misma forma desgarró las máscaras de todos los de su estirpe hasta llegar<br />

a su propio retrato. Bajo las caretas arrancadas se vio la sombría desnu dez de la muralla.<br />

Después fue a la sala de los festines donde aún estaban puestas las brillantes mesas.<br />

Elevó el hachero por encima de su cabeza y líneas pur púreas se precipitaron hacia los<br />

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