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Benito Cereno - Lom Ediciones

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El rey leproso y ciego caminaba en la noche. Tropezó contra las siete murallas concéntricas<br />

de sus siete patios y contra los viejos árboles de la residencia real y se hirió las<br />

manos al tocar las espinas de los setos. Cuando pudo oír el sonido de sus pasos supo<br />

que estaba en el gran camino. Caminó durante horas y horas sin sentir siquiera la necesidad<br />

de tomar alimento. Sabía que le iluminaba el sol porque el calor le bañaba la cara,<br />

y reconocía la noche por el frío de la oscu ridad. La sangre que había brotado de sus ojos<br />

arrancados le cubría la piel con una costra ne gruzca y seca. Cuando hubo andado mucho<br />

tiem po, el rey ciego se sintió cansado y se sentó al borde del camino. Ahora vivía en<br />

un mundo os curo y sus miradas se habían vuelto hacia sí mismo.<br />

Cuando vagaba por la sombría planicie de sus pensamientos oyó ruido de campanillas.<br />

Inmedia tamente se imaginó el paso de un rebaño de ove jas conducidas por carneros<br />

cuya gruesa cola apuntaba hacia el suelo. Tendió las manos para tocar la lana blanca<br />

porque no se avergonzaba ante los animales. Pero sus manos encontraron otras manos<br />

y una dulce voz le dijo:<br />

–¿Qué quieres, pobre hombre ciego? –el rey reconoció la voz encantadora de una mujer.<br />

–No debes tocarme –gritó el rey–. ¿Pero dón de están tus ovejas?<br />

La muchacha que estaba ante él era leprosa y por eso llevaba campanillas colgadas de<br />

los ves tidos. Pero no se atrevió a confesarlo y respondió con una mentira:<br />

–Están detrás de mí.<br />

–¿Dónde vas? –dijo el rey ciego.<br />

–Vuelvo –respondió ella– a la Ciudad de los Miserables. Entonces el rey recordó que,<br />

en un lugar apartado de su reino, existía un asilo en el que se refugiaban los que habían<br />

sido expulsados de la vida a causa de sus enfermedades o de sus crímenes. Vegetaban<br />

en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en cuevas excavadas en el suelo.<br />

Su soledad era extrema.<br />

El rey decidió ir a la ciudad.<br />

–Llévame allí –dijo.<br />

La muchacha asió la tela de su manga.<br />

–Déjame lavarte la cara –dijo–, pues la san gre ha corrido por tus mejillas hace por lo<br />

me nos una semana.<br />

El rey tembló pensando que ella se iba a horro rizar por su lepra y abandonarlo. Pero la<br />

mucha cha sacó agua de su cantimplora y lavó la cara del rey. Después dijo:<br />

–¡Pobre! ¡Cuánto has debido sufrir al arran carte los ojos!<br />

–¡Cuánto he sufrido antes sin saberlo! –dijo el rey–. Pero vámonos. ¿Llegaremos esta<br />

misma noche a la Ciudad de los Miserables?<br />

–Eso espero –dijo la muchacha.<br />

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