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Benito Cereno - Lom Ediciones

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–¿Te das cuenta? Justamente así terminó.<br />

–¡Ojalá terminen así todos nuestros enemigos!<br />

Había dos personajes a quienes todo Kasrílevke les tomó cariño y seguía sus pasos<br />

apasionadamente. Esos personajes eran Émile Zola y Lambori. Por Émile Zola cualquiera<br />

de ellos hubiese dado la vida. "¡Casi nada, Émile Zola!". Si Émile Zola fuera,<br />

por ejemplo, a Kasrílevke, la ciudad entera saldría a darle la bienvenida; lo llevarían<br />

en andas.<br />

–¿Qué opinan de sus cartitas?<br />

–¡Perlas! ¡Diamantes! ¡Brillantes!<br />

También de Lambori hablaban maravillas. La gente disfrutaba, se emocionaba y se<br />

chupaba los dedos con sus discursos, pese a que nadie en Kasrílevke lo había escuchado<br />

nunca, pero caía por su propio peso que debía de ser un orador de primera.<br />

No sé si la familia de Dreyfus, en París, ansiaba tanto que volviese de esa hermosa isla<br />

como lo ansiaban los judíos de Kasrílevke. Se podría decir que ellos viajaban junto a él<br />

desde allí a través del mar, sentían literalmente que navegaban con él: sentían que de<br />

pronto se levantaba una tormenta y azotaba el mar en todas las direcciones; las olas<br />

golpeaban y sacudían el barco como si fuese una astilla, arriba y abajo, arriba y abajo.<br />

–¡Señor del universo! –rezaban en sus corazones–. ¡Haz que por lo menos llegue bien<br />

al lugar en el que tiene que realizarse el juicio! ¡Por lo menos abre los ojos de los jueces<br />

y aclara sus mentes para que encuentren al culpable, y que todo el mundo tome conciencia<br />

de nuestra justicia, Amén…!<br />

El día en que llegó la buena nueva de que Dreyfus ya había llegado a París, en Kasrílevke<br />

fue un día de fi esta. Si no les hubiese dado vergüenza habrían cerrado las tiendas.<br />

–¿Escuchó?<br />

–¡Gracias a Dios!<br />

–Me gustaría haber visto cómo fue el primer encuentro con su esposa.<br />

–Y a mí me hubiera encantado observar a sus hijitos cuando les dijeron que llegó su<br />

padre.<br />

Las mujeres que estaban allí escondían los rostros en sus delantales, haciendo como<br />

que se sonaban las narices, para que no se viera que estaban llorando. Por más que<br />

Kasrílevke fuera una ciudad pobre, cada uno se hubiese desprendido de lo último que<br />

tenía con tal de estar allí y echar una mirada, aunque fuese desde lejos.<br />

Cuando comenzó el juicio, Kasrílevke se transformó en un hervidero. No solo al diario,<br />

a Zeidl lo hacían pedazos. Se atragantaban con la comida, no dormían de noche,<br />

estaban desesperados porque ya fuese mañana, pasado mañana, y así todos los días.<br />

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