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Benito Cereno - Lom Ediciones

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Le guió hablándole tiernamente. No obstante, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose,<br />

quería acariciar a las ovejas. La muchacha tenía miedo de que adivinara su<br />

enfermedad.<br />

El rey estaba extenuado de hambre y de fatiga. Ella sacó un trozo de pan del zurrón<br />

y le ofreció la cantimplora. Pero él tuvo miedo de manchar el pan y el agua, y rehusó.<br />

Después preguntó:<br />

–¿Ves ya la Ciudad de los Miserables?<br />

–Todavía no –dijo la muchacha.<br />

Anduvieron más lejos. Ella cogió lotos azules para él y él los masticó para refrescarse la<br />

boca. El sol bajaba hacia los grandes arrozales que se rizaban en el horizonte.<br />

–Siento llegar hasta mí el olor de la comida –dijo el rey–. ¿No nos acercamos a la ciudad<br />

de los Miserables?<br />

–Todavía no –dijo la muchacha.<br />

Cuando el sangriento disco del sol aún corta ba el cielo violeta, el rey se desmayó de cansancio<br />

e inanición. Al fi nal del camino, una delgada co lumna de humo temblaba entre<br />

techumbres de pasto. La bruma de los pantanos fl otaba alre dedor.<br />

–Ahí está la ciudad –dijo la muchacha–, la veo.<br />

–Solo entraré en otra –dijo el rey ciego–. Yo no tenía más que un deseo; hubiera querido<br />

hacer descansar mis labios en los tuyos, para apa gar mi sed en tu rostro, que debe ser<br />

muy bello. Pero te hubiera manchado porque soy un leproso.<br />

Y el rey se desmayó en la muerte.<br />

La muchacha estalló en sollozos viendo que la faz del rey era pura y limpia, y sabiendo<br />

que ella misma había temido mancharle.<br />

Un viejo mendigo de barba erizada, cuyos in ciertos ojos temblaban, llegó desde la Ciudad<br />

de los Miserables.<br />

–¿Por qué lloras? –dijo.<br />

La muchacha le dijo que el rey ciego había muerto con los ojos arrancados y creyendo<br />

estar leproso.<br />

–No ha querido darme el beso de la paz –dijo ella– para no mancharme; yo soy la verdadera<br />

leprosa a los ojos del cielo.<br />

El viejo mendigo le respondió:<br />

–Sin duda la sangre de su corazón, al brotar de sus ojos, le curó la enfermedad. Ha<br />

muerto creyendo tener una máscara miserable. Pero a estas horas ya ha dejado caer<br />

todas las másca ras de oro, de lepra y de carne.<br />

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