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Benito Cereno - Lom Ediciones

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que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos,<br />

y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias,<br />

y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los<br />

años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado,<br />

Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una<br />

letra de canción anticuada.<br />

Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su<br />

poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se<br />

hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de<br />

los biógrafos −Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín− nos permite<br />

un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores<br />

y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un<br />

buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que, sobreponiéndose a<br />

circunstancias terribles, logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un<br />

chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.<br />

En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española,<br />

él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y<br />

de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la<br />

hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El<br />

tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había<br />

compartido sus padecimientos. Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y<br />

sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General<br />

le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado<br />

dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción<br />

privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro<br />

poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan<br />

un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro<br />

de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada<br />

de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro<br />

de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía<br />

popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra<br />

triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: Písame,/<br />

que ya no me quejo./ Ódiame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que aún te recuerdo/<br />

debajo del plomo/ que embarga mis huesos.<br />

Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha<br />

llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.<br />

- 265 -<br />

Diario El País, 7 de marzo de 2010.

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