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Benito Cereno - Lom Ediciones

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Su limpieza era el rito al que Simenon dedicaba buena parte del día, utilizando la parte<br />

áspera de su len gua para despojarse del polvo, los pelos muertos o los residuos de su<br />

alimentación.<br />

–¿Tienes cita con alguna gatita ingenua? –insistí, al tiempo que lo observaba relamer<br />

sus largos bigotes.<br />

–Las gatitas ingenuas no existen, Heredia. A tu edad ya deberías saber que a la menor<br />

provocación hasta la gata más recatada muestra sus garras.<br />

–Cualquiera diría que has padecido muchas decep ciones.<br />

–No tantas como tú, Heredia. Solo las sufi cientes como para desconfi ar de un lindo<br />

par de ojos.<br />

–¿Qué sabes de mi vida, gato metiche?<br />

–Todo.<br />

–Entonces debes saber que deseo una cerveza he lada.<br />

–¿Qué te retiene? La fl ojera de abrir y cerrar la puerta.<br />

Tomé la chaqueta que colgaba en el respaldo de mi sillón y salí del departamento sin<br />

prestar atención a la última impertinencia de Simenon. Una vez en la calle, respiré<br />

profundo y dejé que mis pasos me guiaran lenta mente hasta el boliche ubicado frente<br />

a la entrada del edifi cio donde vivo, en la esquina de las calles Bandera y Aillavilú, el<br />

corazón de un barrio de restaurantes popu lares, tiendas de ropa usada, cabarés, relojerías<br />

y pequeños quioscos donde venden un sinfí n de cachureos y baratijas de plástico.<br />

Entré al bar “Touring” y me acodé sobre su barra. Sus paredes seguían revestidas de<br />

azulejos y alrededor de sus maltrechas mesas de madera se congregaba una amplia colección<br />

de hombres y mujeres que parecían ale gres y despreocupados. Pedí una copa<br />

de vino y me ubiqué junto a un hombre bajo, de cabellos negros y ojos saltones. Su piel<br />

era morena y brillante. Lucía un bigote ralo, negruzco, que contrastaba con el blanco<br />

intenso de sus dientes. El hombre sonrió levemente y enseguida se llevó a los labios el<br />

copón de cerveza que tenía a su al cance. Luego, cuando lo dejó sobre el mesón, observó<br />

a su alrededor con una expresión de alivio en el rostro.<br />

–Bonita noche –dijo, amistoso. Su voz tenía un tim bre claro, que me sonó extraño en<br />

medio de las voces altisonantes que brotaban desde las distintas mesas del bar.<br />

–Bonita –retruqué, sin muchas ganas de entablar conversación.<br />

El hombre iba a decir algo más, pero en ese mismo instante sintió el choque violento<br />

de un hombrón que se abría paso hacia la barra a punta de empujones.<br />

–¿Desde cuándo sirven trago a los peruanos he diondos? –preguntó el extraño, dirigiéndose<br />

al mozo que atendía la barra.<br />

El moreno no dijo nada. Contuvo su rabia, bebió un nuevo sorbo de cerveza y miró<br />

hacia la puerta del bar, como esperando la llegada de un ángel redentor. Pero no tuvo<br />

suerte y tuvo que conformarse con observar la en trada de tres muchachos vestidos de<br />

negro que lucían vistosos tatuajes de serpientes y dragones en sus brazos.<br />

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